1.2.15

El limbo






No quiso decir nada más. Se sentó en el suelo. Miró a su alrededor. Se frotó los ojos cansados con el reverso de sus manos. Dejó que unas gotas de sudor se deslizaran por sus sienes. Miró al vacío, con la mirada perdida. Sintió una especie de náuseas en la boca de su estómago. Decidió no decir nada más por un tiempo. Cerró su boca. Calló, obstinadamente. Tanta pelea para nada. Tanta batalla para nada. Total, para nada. Era una minúscula partícula en el cosmos. Es decir, era poco más que nada. Nada. Así que optó por callar. Por no decir nada más de ahora en adelante.

Su corazón palpitaba. Lo sentía palpitante. El ritmo de la sangre bombeando por sus venas era todo un desafío. Recordaba, a su pesar, que estaba viva. Pese a que quería morir. Deseaba intensamente morir. Si estuviera muerta, al menos no tendría que vérselas consigo misma en este fatídico instante en el que deseaba morir. Cerrar los ojos y morir. No pensar en nada. No decir nada. Llorar. Estaba cansada de llorar. Lloraba ausencias, soledades. Lloraba por el hijo que nunca tuvo. Lloraba por un amor imposible. Lloraba por la precariedad de su propia vida. También lloraba por él. Sentía su ausencia y lloraba.


Cerrar la boca sería lo mejor de ahora en adelante. No saber nada más, de nada ni de nadie. Silencio. Solo desde el silencio podría acallar su llanto. Su llanto estaba lleno de ausencias, de corazones rotos, de despedidas. No quería saber nada más. Solo desde aquel absoluto silencio divagaba por las avenidas de sus recuerdos, sin quedarse en ellos o a pesar de ellos. Así que sentada en el suelo sentía el frío. El suelo estaba tan frío como su corazón. En este momento estaba gélido, pero no siempre había sido así. Por eso lloraba. Por todo lo que había sido y ya no era.

Afuera, un balón golpeaba en el asfalto: “pum, pum, pum, pum, pum...” Insistente. Como las ideas que martilleaban en su cabeza. Que se calle el niño, por favor -pensaba-. No puedo soportar ese ruido. Toda la atención se le iba a aquel balón golpeante. Ahora no le interesaba tanto callarse. Le interesaba más que callara el niño, por favor. Ella tuvo un niño. Pero nunca pudo abrazarle. Ahora no estaba. El niño se fue. Al limbo, dijo el cura. Se fue y ella no acertó a abrazarle ni una sola vez. Lo del limbo era una estupidez. Eso lo tenía claro. Una estupidez absoluta. Era su niño. Estaba con ella, siempre lo estaba.

El suelo estaba frío. Sentía el frío. Era inmenso. Como su soledad. Como su tristeza. Inmenso. Lleno de recuerdos. No pensaba decir nada más. Ya había dicho bastante a lo largo de toda su vida. No pensaba acarrear ni una sola bolsa más de comida. Estaba cansada de su papel de proveedora de alimentos. Total para qué tanto jaleo. El balón insiste, se aproxima hacia la puerta. El “pum, pum, pum, pum...” es ahora persistente. Cercanamente insistente. -No soporto más este ruido, por favor que se calle. El niño que golpea el balón está vivo. Su niño en el limbo, dice el cura. -¿Cómo puedo llegar hasta el limbo y rescatarle? -se decía ella-.

Entonces pensó en sentarse allí. Irse ella misma al limbo. Al de los calcetines perdidos. Tenían que estar en limbo. ¿Dónde si no? Tenía muchos calcetines desparejos. La pareja estaría en el limbo. Porque ella les había buscado con insistencia. Hasta que se cansó. Se hartó de tanto buscar. Tiró la toalla. Como ahora. Sentada en el suelo quería irse al limbo. Si solo fuera cuestión de irse, no estaría ahora así, sentada mientras el sudor le chorreaba. Sentada mientras venía de correr. Mirando al vacío y sentada. En su inmensa soledad. Allí, en el suelo. Sentada, mientras el “bum, bum, bum, bum...” iba y venía en la calle. Exhausta, en el suelo, no quería saber nada. Los sonidos del exterior le aislaban de sí misma.

Sentía aquel frío intensamente. Como le sintiera a él una vez. Antes de que él se fuera todo era distinto. Ella reía. Reía a todas horas. Desde su marcha -la de él-, ella se volvió huraña. Con motivo o sin él, se volvió arisca. Después de haberse ido él, se fue el niño. Él, él, él... lo abarcaba todo. Era un sin sentido. Lo sabía. Sabía que todo sin él era un sin sentido. La casa y su vida sin él eran más que una emboscada. En realidad eran una trampa. Una trampa absurda.

Sin rencores. Pensaba en él sin rencores. Le recordaba sin recelos. Le tuvo. Mientras fue le tuvo. Tenía la absoluta certeza de haberle tenido. Ahora no estaba. Pero al menos sabía que no estaba en el limbo. Él estaba vivo. Prodigando abrazos en otro cuerpo, pero vivo. Ella, triste. No porque él abrazara otro cuerpo sino porque no le abrazaba a ella. Le echaba de menos precisamente ahora que no estaba. Cada vez que necesitaba abrazos le extrañaba. Intensamente. Insistentemente le extrañaba. Necesitaba sentir su olor para confirmar que todo no fue un sueño. No quería llorar su ausencia, pues eso era lo mismo que aceptar que se había ido para siempre. No quería que él se fuera para siempre. No quería que se fuera ni por un instante. Pero se había ido y tenía que aceptarlo. Aunque su corazón se desgarrara por dentro tenía que aceptarlo. Se fue, y él podía vivir perfectamente sin ella. Ella, eficiente proveedora familiar para los hijos de otra madre, lloraba por su juventud perdida. La que jamás pensaba volver. El niño ahora sería joven. El hecho de que se fuera al limbo, le quitaba a ella la oportunidad de volver a ser joven a través de él.

-Por algún motivo usted no se suicida -le dijo el psiquiatra a su paciente en una película-. Por algún motivo estaba ahora allí sin ni siquiera considerar lo de suicidarse No quería suicidarse. Quería callar de una vez. No hacer más esfuerzos. Cerrar la boca. No cuidar de nadie. No quería saber qué pasaba en el universo infinito. Ni siquiera en la calle, a la vuelta de la esquina, donde por fin el niño del balón se había callado de una vez. Menos mal que se calló. Casi rompe su propósito y le grita. Si hubiera llegado a gritarle al niño, ahora se sentiría doblemente mal.

La vida... le había dado un par de lecciones. Pero dolían. Dolían intensamente. Ella pensaba comerse el mundo cuando supo lo del niño. Cuando sintió que se movía dentro, hizo planes. Pero una vez el niño no estaba, ella tiró los planes por la borda. Fue entonces cuando decidió no pensar. Por eso hacía cosas para otra gente. Intentaba llenar aquel vacío, aquella carencia. Hasta este momento, en el que se hartó. Se cansó. Agotada, decidió no dar ni un solo paso más. Le dolían sus heridas aunque no sangraran. Le dolía su cuerpo apaleado e ignorado. Ignorado por él, que decidió ignorarla. Quería haber podido hacer lo mismo e ignorarle en lógica correspondencia. Pero no era fácil. Claro que no era fácil. No era fácil en absoluto. Le quería desgarradamente.

Ahora, ahí sentada en el suelo, mientras deslizaba su cuerpo por la pared hasta tenderse boca arriba, encima de aquellas frías losetas color gris, notaba el frío intensamente. El frío recorría todo su cuerpo a través de su espalda. No le importaba lo que iba a ocurrir. Le daba todo igual. Cuando ellos - los hijos de otra madre- llegaran, comprobarían que esta vez ella no estaba. Por primera vez no estaba. No quería estar. Le daba igual lo que ocurriera. Si ella había sido capaz de vivir todos eso años sin el niño y sin los abrazos de “Él”, ellos podría arreglárselas solos de ahora en adelante.

El techo se le venía encima. La decadente y atemporal lámpara del techo señalaba el centro. En realidad, estaba un poco desplazada a un lado y ahí no era exactamente el centro mismo de la habitación. De los cinco brazos con bombillo, tres estaban fundidos y no alumbraban. Ni se había dado cuenta de eso. No había reparado en la luz tenue de aquella lámpara, en otros tiempos gloriosa. Ella, tendida boca arriba, pensaba en él. Pensaba en todos los momentos apasionados y fugaces que vivieron juntos. También en los momentos en que la pasión se aplacó, poco antes de que él se fuera. Entonces, ella se colocaba boca arriba y le dejaba hacer. No quería perderle y le dejaba hacer. Pero se iba lejos, lejos. Estaba lejos y enfadada, pero no quería perderle. Así que se colocaba boca arriba como un témpano helado con forma de cuerpo de mujer. Y él, después de hacer, se iba a la calle. Hacía y se iba. Sentía su enfado y se iba.

Hasta que una vez se fue para no volver. Esa vez no volvió. Se fue definitivamente con ella. Con la otra. Con la amante. Desde que le descubrió la amante, optó por dejarle hacer, pero le seguía queriendo. No quería que se fuera. Pero se fue. Definitivamente. La amante dejó así de ser la amante para convertirse en la oficial. La amante le quitó el sitio. Ella pasó a ser ignorada. Relegada ahora al olvido más absoluto. Entonces fue cuando sintió intensamente que no podía vivir sin él, que le necesitaba con urgencia. Ahí se volvió obsesiva, lo reconocía. No podía pensar en otra cosa que no fuera él. A toda hora pensando en él. Le acosaba, le seguía, le vigilaba. Espiaba por su ventana mientras él retozaba en los brazos de la -hasta ahora- amante.

Ella, la que fuera su amante por un tiempo, no solo le dejaba hacer sino que también hacía: le amaba, tal cual le había amado ella en otro tiempo. Con todo su cuerpo. Con cada milímetro de su piel. Casi podía rememorar aquellos momentos, ahora irrecuperables. Aquella mujer le cabalgaba. Tenía su sexo entre sus labios y le acariciaba. Reían juntos mientras ella se subía encima y se movía compulsivamente. Él parecía otro. Le prodigaba abrazos y caricias. A ella siempre se las había escatimado. Especialmente en el último período, cuando había optado por dejar que todo languideciera.

El techo, con la lámpara casi al centro, tenía algunos desconchados. No había vuelto a arreglar la casa desde su ida. Dejaba que se viniera abajo marcando así el paso del tiempo. La casa era un reflejo de ella misma, de su alma. Ella salía de aquella trampa donde había pensado vivir primero con él, y después con el niño. Salía, se iba, se escapaba. Pero ahora estaba allí, tumbada en el suelo. Mirando el techo. Sintiendo el frío. Recordándole. Pensando en el niño. En el limbo. ¿Tendría frío el niño? Si el niño tenía frío, ella no pensaba abrigarse. No le dejaron verle, ni tocarle. Así que nunca pudo saber si estaba frío.

Luego vino el caos. El pozo profundo dentro del que cayó. Creía morir. Pero cualquier dolor era superable comparado con el dolor por la pérdida del niño. Cuando oyó todo el asunto del limbo, supo que era ahí donde ella deseaba estar. Ahora, estaba yaciente en el suelo, mirando al techo, sin querer hacer nada, ni tampoco saber de nadie, se resignaba a sentir el dolor de su abandono, la soledad casi buscada. En esa casa que no reconocía como suya. Dentro de un cuerpo de mujer decadente, como la lámpara, y descuidado, como la casa.

Desde que él la ignorara no encontraba sentido a cuidar de su cuerpo. Le dejaba caer con aplomo. Su cuerpo no le respondía. Desde que pasó lo del niño no le respondía. Había ido apagándose como una vela y ahora parecía que, por fin, llegaba al final del pabilo. La cera derretida contenida en el recipiente de su cuerpo era casi inservible. Entonces ideó lo de ir al limbo con el niño. No hacer nada de ahora en adelante. Nada. Nada. Nada. Nada.....

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

25.1.15

En busca de la fe perdida





El aire allá arriba estaba frío. Incluso hacía viento. Había subido al teleférico que la transportó junto a otras diecinueve personas más. Cada una a su bola. Algunas tomando instantáneas. Alicia, con la mirada perdida, bajó y tomó una vereda. Llevaba un buen rato caminado cuando cayó en la cuenta de que se había alejado mucho más de lo razonable. No obstante, aún se divisaba el albergue. Aquel hotel sobre las nubes, que costaría una pasta, era su sueño de estancia en la tierra en este preciso momento. Lejos, muy lejos del mundanal ruido.

Fue todo tan improvisado que apenas llevaba abrigo. Esta mañana había salido para el trabajo como cada día. A lo lejos unas nubes grises amenazaban lluvia. Al llegar a la rotonda el GPS dijo “gire a la derecha en la primera” y eso hizo, para terminar en una ruta desconocida. Insistente el GPS volvió a decir una y dos veces más: “Equivocado, de media vuelta en la próxima entrada”, pero ella decidió no hacerle caso. Y así fue como llegó a la zona turística y se colocó en la caravana de entrada para visitar las montañas. Luego por inercia compró un ticket para subir en el transportador humano hasta el techo del espacio visible y, de pronto, se encontraba justo por encima de las nubes escuchando el silencio.

Mientas caminaba como una autómata, imaginó qué ocurriría aquella mañana en la oficina, a la que no había acudido sin mediar ningún aviso, ni tampoco una excusa razonable, por primera vez en su vida. Tampoco pudo advertir a Elvira, su amiga, con la que desayunaba cada mañana. El capullo de Antonio habría llamado de forma reiterada. Era su forma de expiar la culpa. Las eternas cenas de trabajo, aunque fuera un tópico, eran escapadas a la rutina conyugal. No se había enterado por las buenas y de repente. Fue una lenta agonía de no querer ver lo evidente. Los sablazos en la cuenta corriente que compartían eran cada vez más frecuentes, hasta que se armó de valor y fue a la sucursal bancaria para terminar confirmando que las “cenas” de su marido se celebraban en caros clubs de alterne de toda la ciudad. Y eso sin contar a la amante que también dejaba rastro en la Visa.

Los chicos habían salido de casa un buen día para cursar estudios, y cada vez que retornaban estaban de visita. Sus espacios sin ellos eran un abismo infinito y los muy ingratos apenas le devolvían las llamadas. Mucho pudo haberse equivocado, sin duda… pero habían sido sus bebés rollizos y amables que sonreían cada vez que ella les tomaba en brazos. Los primeros pasos, su primera bici, el primer día del colegio, sus cuadernos escolares…todo estaba cuidadosamente archivado y documentado. No solo en su memoria, también en los álbumes de fotos. Ojearlos se había convertido en un calvario. Los hijos se fueron de casa y ella apenas pudo decirles adiós. Ya no iba a llevarles el chocolate caliente en invierno, tampoco les cocinaría sus platos favoritos ni plancharía sus camisetas.

De pronto su vida había dejado de tener sentido. La pasada noche dieron en la tele la película sobre la vida de Pedro Casaldáliga y algo se removió en su alma inquieta. Tenía sueño, pero se quedó a ver las dos partes de “Descalzo sobre la tierra roja”. El que llegara a ser obispo de los pobres en Brasil, desafiando una y otra vez el orden establecido, había dicho muchas cosas acertadas a lo largo de su azarosa vida de compromiso con los desfavorecidos del mundo.

Cuando dijo que la fe consiste en realizar lo que te propones, entonces ella se consideró una persona de fe. “Lo contrario de la fe no es la duda, sino el miedo”, decía el padre Casaldáliga. Entonces comprendió que ella misma atravesaba por una crisis de fe. Hacía tiempo que no respiraba despacio y con calma. No podía hacer casi nada de forma espontánea. Confiaba muy poco en sus posibilidades e incluso había dejado de hacer planes de futuro.

Anoche Antonio se arrimó a su lado de la cama con ganas de sexo rápido y aséptico. Lo normal era que ella se mostrara condescendiente. Pero esta vez le dijo que se sentía muy lejos. Realmente estaba a mil kilómetros de distancia de aquel solemne desconocido con el que había tenido dos hijos. Él solo dijo que estaba bien y se giró hacia el lado contrario. Pero en ningún momento se disculpó por todo lo ocurrido, ni dijo que lo sentía. Simplemente negaba lo evidente. Así que ella optó por no hacerle más preguntas, en parte porque tampoco quería escuchar las respuestas.

Esta mañana salió decidida a emprenderla con la rutina, pero ahora en la empinada pendiente de la montaña se planteaba encarar su crisis de fe. No pensaba volver a hacer jamás una dieta, ni a ser falsamente amable y complaciente. Tampoco iba a tomar ni un solo ansiolítico más. Los chicos eran los dueños de sus vidas y ella estaba dispuesta a respetarlo. Habían cortado ellos mismos el cordón umbilical y no dejaban de estar en su derecho. Y Antonio no era de su propiedad. Quizá hasta le iba aliviar que soltara amarras y le dejara a él hacer lo propio. 

Alicia se sentía hoy la verdadera dueña de su vida, pese a que en este momento ésta le pareciera una verdadera miseria. Quiso sentir el eco de su voz y dio un grito. La cordillera devolvió un alarido. No había reparado en que seguía siendo un animal herido llorando por las esquinas. Buscando su fe entre las montañas… estas se movieron. La deslizaron hasta el suelo sobre el que caminó descalza emulando a su admirado Casaldáliga. 

“De media vuelta y gire en la primera salida” volvió a repetir el GPS parlante, desde su bolso. Esta vez le hizo caso. Volvió a tomar el teleférico con el objetivo claro de llegar hasta el Hotel Mirador allá arriba, en lo más alto. Encararse consigo misma para recuperar la fe era mucho más complejo que su inmediato deseo de salir volando contra el viento desde la cima. Le iba a costar hacer el camino a pie con sandalias de piel curtida.

Desde lo alto, la gran película de su intensa vida, pasó a pantalla grande en su memoria. De pronto se encontró sentada en su banco de la escuela de niñas repitiendo como un loro las tablas de multiplicar y las consignas del régimen, también estuvo nadando en el inmenso mar azul mientras el sol acariciaba su cuerpo y por las noches le arrullaba el rumor de las olas del mar. Se encontró caminando con unas verdaderas chanclas de goma que se rompían con frecuencia en los polvorientos caminos del pueblo. Luego como la adolescente de piernas flacas y timidez extrema, caminó posteriormente de puntillas por su vida afectiva, para recordarles también a ellos, los hombres a los que había amado de forma incondicional y que siempre ocuparían un lugar en su corazón. Estuvo en varias manifestaciones pacifistas enarbolando una bandera, y volvió a tomar a sus hijos en brazos y de la mano.

Un inmenso abrazo para todos ellos era cuanto le quedaba en este momento. Y otro para Elvira, su hermana afectiva. 

Y en ese momento, desde la libertad absoluta, decidió partir a reunirse con los ancestros. Sabía que al otro lado estaban la abuela, el abuelito, sus padres, posiblemente ahora reconciliados, el hijo aquel que jamás llegó a nacer, y tantos otros seres queridos que habían partido después de unas vidas tan azarosas como la suya propia. 

Desde la terraza del albergue dio un salto al vacío abriendo los brazos emulando alas, sintiendo el aire golpeado contra su cara, cayendo vertiginosamente… Sin embargo no llegó al suelo, un poco antes unos cálidos brazos la sostuvieron para trasladarla de escenario.

Ahora estaba en una playa al atardecer, con cientos de amigos buscadores de fe, disfrutando del aire marino y de las aguas cálidas. Sin juicios, sin prisas, sin drama, sin sueño ni insomnio, sin temores, sin cansancio, con muchas preguntas y otras tantas dudas. Navegando en las aguas tropicales de la calma evocó el instante en que había sido un bebé y navegaba en el saco amniótico, rodeada de agua segura y calentita. De allí salió al mundo con la única cobertura de su piel. Cientos de miles de moléculas de ADN se agolpaban en este momento para recordarle que se sostuviera a flote. Por fin pudo entender el misterio de la vida, justo por haber encarado de frente el espectro de la muerte.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

15.9.14

Anteayer

Hace apenas nada aparecía sobre la faz de la tierra la especie humana. Nuestros antepasados homínidos tampoco están tan lejos. Mucho menos lo están las llamadas Primeras Civilizaciones. Parece que fuera en el atardecer del pasado día cuando la cultura escrita, el control de la producción y la aparición de excedente se mostraban en el planeta.

Las sociedades esclavistas tampoco están tan lejos. Y mucho menos lo están la Edad Media, la revolución industrial o la puesta en órbita de los primeros satélites espaciales.

Toda la historia acumulada, comparada con la edad de la tierra, es de hace apenas algunos días, más bien pocos.

Me he sumergido entre las páginas del libro “La conquista de América. Una revisión crítica” del catedrático de historia moderna Antonio Espino López,  lo cual ha sido  un  gesto de valentía. Hay que armarse de valor para poder leerlo sin tener que dejarlo a un lado para ir a vomitar, o incluso ver perturbado el sueño. Está bibliográficamente muy bien documentado, en unas cincuenta páginas se registran las numerosas fuentes consultadas. Preparó este material para sus alumnos, pero cuando vio la magnitud de su investigación decidió hacerlo público.

En algún gen de la especie humana está escondida la violencia como forma de dominación. Valga como prueba las masacres perpetradas a lo largo de la historia de la humanidad y las que aún se encuentran candentes. “La guerra es un acto de violencia destinado a obligar al adversario a hacer nuestra voluntad” (Carl von Clausewitz). 

El profesor Espino desmenuza las notas, actas, cartas, documentos de la época para dejar en evidencia que la conquista de Las Indias fue una masacre de crueldad extrema. Lo que permitió que una relevante minoría se hiciera con el control de una población mayoritaria en su propio vasto territorio, fue precisamente la guerra del terror. Para ello, los castellanos se inspiraron en los métodos crueles llevados a cabo previamente por los romanos a quienes al parecer, nadie ha igualado en brutalidad. Después de la Guerra de  Granada, el siguiente trampolín de lanzamiento fue la conquista de las Islas Canarias, en las que se pusieron en práctica cruentos métodos de sometimiento y terror, que posteriormente se extrapolarían a Las Indias. 

La amputación masiva de manos, práctica común llevada a cabo por el ejército romano, incluso como medida disciplinaria, se llevó a cabo en Canarias de forma indiscriminada y posteriormente en Las Indias. No solo se amputaron masivamente manos, pies, pechos o narices, además se practicaron ahorcamientos, empalamientos y otras crueldades similares, como por ejemplo lanzar perros feroces en pos de los indios desnudos para que les descuartizaran. La idea era dejar al “enemigo” con algo de vida para escarnio y doloroso ejemplo de quienes les podían ver.

El propio Cristóbal Colón utilizó la mutilación en sus andanzas en La Española, y no solo contra los aborígenes. En su larga trayectoria como navegante habría que incluir el tráfico de esclavos, al que se dedicó durante un tiempo. Por supuesto esclavizar humanos era un negocio legal entonces, amparado por la Iglesia, ya que según sus creencias, las personas negras no tenían alma. La cosa se les complicó con los aborígenes de América y Canarias. No obstante, los canarios que no fueron asesinados o mutilados, fueron botín de guerra  y como tal se vendieron en los mercados de Sevilla y Valencia. Muchas mujeres, niños y jóvenes entre ellos. 

Colón, Núñez de Balboa, los hermanos Pizarro, Hernán Cortés, Valdivia, Hurtado de Mendoza, Alonso de Lugo, Pedro de Vera, y tantos otros... han pasado gloriosamente a la historia con estatuas monumentos y plazas a su nombre, sin que se desenmascare la verdadera naturaleza de sus hazañas bélicas. Realmente el objetivo de esta gente era despojarse de su alma, no dejar ni una brizna de humanidad al descubierto. Volverse máquinas de asesinar, torturar y aterrorizar sin mirar a los lados, sin sentir ningún tipo de culpa. Siempre estaba el recurso de expiar estas culpas pagando bulas a la Iglesia. Por ejemplo el papa Clemente VII en 1528, manda bulas a Hernán Cortés, dando por bueno todo lo que éste había hecho en Nueva España (Carta de Pedro de Valdivia a Carlos I), ante aquellas gentes sin dios, sin ley y sin rey (palabras del dominico fray Lizárraga).

La única voz de la conciencia que clamaba  por aquella ignominia entonces era la de fray Bartolomé de Las Casas. Gracias a sus numerosos testimonios, entre otras pruebas fehacientes, hoy la historia puede hacer justicia.

Y todo esto ha ocurrido hace nada. Desde Canarias se exportaron familias a Las Indias, una vez conquistadas y masacradas, había que mantener las endebles fronteras y colonizarlas. Esta emigración organizada también dio a las Islas Canarias un espacio en la historia de América.

Primero las islas fueron campo de experimentación de técnicas de sometimiento y conquista por medio de la violencia incontrolada, luego la base de operaciones en la que repostaban, camino de Las Indias, víveres y vituallas. Incluso animales y plantas. Queda constancia en las crónicas de la época de que a los largo del siglo XVI se llevaron desde Canarias la caña de azúcar, que fue muy bien aceptada en aquellas latitudes, el plátano que había llegado hasta aquí desde Guinea, además de gallinas, cerdos, becerros y   cabras.

Más tarde terminaron llevándose a los maestros azucareros. En las islas controlaban el negocio de la caña los genoveses y flamencos.  Al poco tiempo el azúcar americano desbancó al de Canarias. Posiblemente gracias a esto no fueron desforestadas por completo. En las calderas de los ingenios se consumían ingentes cantidades de carbón vegetal que se conseguía talando los bosques de forma incontrolada.

Las familias de agricultores fueron imprescindibles para repoblar el inmenso continente desbaratado. Una emigración organizada que comenzó en el XVI y se extendería a lo largo de los siguientes siglos. Como si el puzzle del tiempo de la historia fuera una cosa insignificante, podemos bucear en el pasado y tropezarnos con nuestros tatarabuelos.

En la actualidad, el mundo “civilizado” se coloca cada tanto frente a sus televisores, viendo como se disputa el mundial  de fútbol. El gran Galeano, defensor a ultranza de este deporte como juego y diversión, en una entrevista reciente al diario de O Estado de Sao Paulo, declaraba: “Hay dictaduras visibles e invisibles. La estructura de poder del fútbol en el mundo es monárquica. Es la monarquía más secreta del mundo: nadie sabe de los secretos de la FIFA, cerrados a siete llaves. Los dirigentes viven en un castillo muy bien resguardado”. Parece que los desfavorecidos del planeta necesitamos una revancha que se saldará fuera de un estadio. Comencemos por reconocer la existencia de la violencia para erradicarla.

Tras la victoria de España en el mundial de Sudáfrica, el pueblo español sufrió una de las más duras derrotas en cuando a derechos civiles, laborales y humanos. Muchas personas han soportado en su carne el dolor de las carencias, la pérdida de sus viviendas, además de convertirse en esclavos de por vida  de la banca mundial.

Mientras el pueblo palestino es violentamente desalojado de su propia tierra,  se retransmite en vivo y en directo  el terrorífico espectáculo, enmascarando a la violencia con frases tales como “Se ha acordado un alto al fuego de setenta y dos horas”. Y  seguimos mirando el fútbol tan tranquilos.

Actualmente los negreros se ahorran el trabajo de transportar a sus esclavos. Ahora lo hacen ellos mismos pagando un alto coste por un pasaje en patera que puede costarles la vida, igual que antaño a los que iban con grilletes en aquellos inmundos barcos que cruzaban el océano. Intentan llegar a nado, o saltando la valla asesina… el caso es cruzar como sea al paraíso del norte, para en el mejor de los casos, verse convertidos en esclavos modernos.

El poder tiene unos largos tentáculos para someter a los seres humanos. Si hacemos una mirada retrospectiva por la historia,  comprobamos que en realidad no se trata de algo nuevo. Los romanos, los griegos, egipcios, españoles, franceses, ingleses y en general todo los países imperialistas, se trazaron como objetivo someter a otros pueblos y hacerlo desde el terror y la violencia. Pan y circo no es tampoco algo inventado hace dos días.

La madre tierra provee de espacio y alimentos  para todos… solo se trata de repartirlos de forma equitativa.  Nuestra estancia en el mundo está llena de incertidumbres, aunque la certeza absoluta es que más tarde o más temprano vamos a morir. ¿En qué parte de nuestros genes quedó grabada la terrible angustia que permite a unos seres humanos maltratar a otros?

Uno de los grandes objetivos de la historia es interpretar los acontecimientos del pasado para poder entender lo que ocurre en el presente. Todo eso pasó ayer. Pero el sol asoma cada día, dándonos una nueva oportunidad.

“Solo si nos detenemos a pensar en las pequeñas cosas llegaremos a comprender las grandes"(José Saramago).

4.1.14

Tessa




Son las dos y media de la madrugada y tengo los ojos como platos. Creo que para combatir el insomnio debo sentarme a escribir. Siempre que vomito lo que me conmueve termino sintiéndome mucho mejor.

Hoy ha sido un día emotivo. No solo porque he despedido a una gran amiga que retorna a su ciudad por finalización de su etapa laboral en la isla, sino también porque he estado un rato ayudando a desmontar los restos del naufragio de la que fuera la casa de mi madre. Elegir unas fotografías, un pañuelo y su bisutería, me ha resultado doloroso. Es la primera vez que entro a su casa y ella no está.

Cuando esta tarde he regresado  con varias bolsas: las de mi amiga Sol y las de mi madre, una mezcla de olores se agolpaban en mi pensamiento.

Camino al aeropuerto la perrita Tessa soltó un gemido y yo pensé que no se quejaba en balde. Ella sintió mi pena. También despedirme de ella ha sido duro. Saltaba de alegría cada vez que me divisaba a lo lejos, rompiendo todo el protocolo habitual de una perra guía bien educada, que sin duda lo es.

He dejado a Sol muy bien acompañada por Jose, su marido, en el aeropuerto y me alegro mucho de que sea una feliz jubilada joven que disfrutará de muchos proyectos interesantes que ya planea. Sin embargo, un nudo me ha atenazado la garganta y he venido rauda hasta casa dejando para mañana el resto de las cosas que no cupieron en su mudanza y que las he heredado yo. Algunos de esos enseres domésticos los elegimos juntas, entonces no sospeché que pudieran tener tan corta vida.

Cuando comencé a repartir los objetos en bolsas para distribuir entre gente que los necesita, los golpes de olores me removían.  Las mantas, sábanas y toallas de mi madre tenían el olor aséptico de los fármacos, la colonia de Sol olía a su fragancia y el aroma de Tessa estaba impregnado en mi cerebro. Sus pelos casi blanquecinos invadían mis pantalones negros, pero no hice ningún intento de cepillarlos.

Cuando Sol llego a nuestras vidas mi hijo Fernando, muy acertadamente, dijo que era tan parecida a nuestra ya desaparecida amiga Conchi, que hasta tenía su acento, su forma de pensar, incluso sus andares. Parecía que la vida nos la  había devuelto a través de ella. En un alarde de complicidad, nuestra amistad fluyó como si nos conociéramos desde muchos años atrás.

Incluso en la Nochebuena  sentimos presente a Conchi través de ella. Fernando estaba emocionado al hacer el balance al día siguiente.


-¡Mamá es como si hubiera estado Conchi de nuevo con nosotros! Son tan parecidas en su forma de entender el mundo, en su modo de hablar… no puedo dejar de recordarla cada vez que hacemos algo con Sole.

Hoy él mismo ha caído en la cuenta de que nos ha dejado unas cuantas latas de tónica, Conchi también hizo lo mismo la última Navidad que compartimos antes de que marchara a Euskadi, sabiendo todos que sobre su cabeza pesaba la espada de Damocles del cáncer cruel que se la llevaría antes de un año. Compró unas tónicas que permanecieron en la nevera por un largo tiempo como una forma más de recordarla. 

Sin embargo sé que deambular por la vida es lo lógico y normal. Conocer y querer a gente es un privilegio. Quedarse con todos los buenos momentos es un regalo. Pero hay un huequecito que ocupa los lugares comunes, los paseos por la playa, los ricos cafés  de su cafetera…incluso los ladridos de alegría de mi Tessita linda cada vez que yo tocaba el timbre de la puerta y sabía que daríamos un paseo. Lo primero que hacía era traerme el pollo de goma para que se lo lanzara y ella ir a por él. Es su manera de interactuar conmigo. En el aeropuerto, mientras nos decíamos adiós y yo la abrazaba, hizo malabarismos ofreciéndome su pancita para que la rascara. Este gesto de entrega total solo lo tiene ella con personas en las que confía absolutamente.

En mi alma familiar hay una historia dolorosa de despedidas que no es fácil de resolver o de olvidar. Mis dos abuelas perdieron a sus maridos, emigrantes que jamás retornaron y a los que siempre esperaron. Mis padres no conocieron a sus padres por el mismo motivo. Yo misma sufrí algunas despedidas temporales mientras fui niña.

Y creo que toda esa coctelera se ha removido hoy para ser capaz de provocarme insomnio. Como si estuviera en peligro, como si fuera una pérdida definitiva.

No obstante tengo el consuelo de que Sol y Tessa son dos grandes viajeras y que en algún momento volverán e iremos a visitarles a Santander, casi cerquita del lugar en el que vivió y murió nuestra querida Conchi. Será nuestra única oportunidad de volver a respirar aquel aire y a sentir ese hermoso paisaje. De otra manera no nos habríamos armado de valor.

Me vuelvo a sentar con mi imaginación en el escaloncito de la entrada de la casa, como cuando era niña. Ahí me sitúo cada vez que una despedida ronda por mi vida. Y me vienen a la cabeza tantos seres queridos, mis propios hijos que siguen los rumbos de su vida y se despiden de este lugar y este espacio. Y no dejo de sentir que una parte de ellos habita en mí al igual que una parte de mi ser vive en todos ellos.

Y mi madre descansa en el lugar de las almas buenas, después de haber dejado en su paso por la vida un rastro indeleble.

El mar... ese mismo mar que nos ha acercado ahora nos aleja, pero es también la ruta para reencontrarnos.


Pongo estos seis versos en mi botella al mar
con el secreto designio de que algún día
llegue a una playa casi desierta
y un niño la encuentre y la destape
y en lugar de versos extraiga piedritas
y socorros y elertas y caracoles.

(Mario Benedetti)





6.12.13

Ciudad de neón




Caminaba por aquella ciudad de plástico y neón como si estuviera flotando en una pesadilla. Acababa de saber lo ocurrido. Aún no daba crédito. En una especie de inconsciencia se movía. Sin rumbo. Sabía que en este lugar ya no le quedaba nada más por hacer. Solo salió a pasear como una autómata.

Mientras andaba, perdida y ausente, las lágrimas fluían de sus ojos a borbotones. Sentía deseos de gritar, aunque no era capaz de hacerlo. El grito no salía de su garganta porque un nudo le atenazaba. Nadie la miraba porque en las ciudades populosas e impersonales, nadie mira a los otros. La gente suele observar los escaparates, o los luminosos, pero no a las personas. Ella, perdida y sin rumbo, caminaba. Sentía que el mundo y su vida le caían encima, de golpe y a saco, para terminar derribándola.

Era una tontería seguir allí sin nada que esperar. Nunca había dejado de sentirse extranjera en tierra ajena, fuera de los paisajes familiares que conservaba en su retina. Todos sus intentos de arraigo nunca fueron muy efectivos, más que por causas externas, por ella misma. Acostumbrada a ganarse la vida desde su niñez, vivió desde entonces como una adulta. Hizo de mayor y responsable cuando era necesario que otras personas le quitaran esa carga, que le allanaran el camino y la cuidaran, permitiéndole ejercer su derecho a ser niña. Se sentía internamente desarraigada de sí misma, de su propio cuerpo, de los afectos, de aquel lugar.

Nunca se sintió cuidada por alguien desde que falleciera su madre. A partir de ahí le había tocado defenderse del tirano que era  su padre. Contando los días desde que tuvo uso de razón, para ser legalmente mayor de edad y salir corriendo de entre sus garras. En ese momento se despidió con rabia, le dijo que jamás iba a perdonarle. Nunca iba a olvidar lo ocurrido, nunca jamás. Y tampoco pensaba volver. Entonces se fue. Sin mirar atrás, sin pena, sin la sensación de dejar un hogar, puesto que no sabía  lo que era un hogar, nunca lo había sabido.

Mientras se movía anónimamente entre la multitud, pensaba en la sensación de vacío que iba calando dentro. El sentimiento de no tener a donde ir lo ocupaba todo. Ni siquiera un rincón propio en aquel destello fosforescente de neón. Ni un metro cuadrado suyo. No tenía donde caerse muerta.

Ahora, tras lo ocurrido, se daba cuenta de que todo podía tornarse aún más negro de lo que pensaba. Tiró de su buena suerte mientras pudo. Pero precisamente hoy su habitual buena estrella le daba la espalda. Por eso andaba sin rumbo. Con el sentimiento de pérdida y de no tener a donde ir.

Llevaba en el bolso sus papeles. Era una extranjera "con papeles". De bien poco le servían en este momento. Junto con los documentos que le daban derecho de permanencia en aquella hostilidad luminosa con forma de ciudad, de habitáculo humano, estaban los otros legajos, los que había tenido que firmar esa misma mañana. A pesar de haberlos firmado, no se lo terminaba de creer del todo. Esos odiados papeles que firmó aquella misma mañana, les servían a algunas personas de la ciudad para dormir más tranquilas. A ella para no dormir en absoluto.

Había tenido que dejar en depósito incierto su más preciado tesoro: su hijo. Pensaba en él y le dolía. Era difícil de explicar a un niño de tres años que no tenía casa, ni comida, ni trabajo, ni familia, y que por tanto no era apta para ocuparse de él. De poco sirvió que le explicara a la señora de detrás del escritorio que él la necesitaba, que la dejara acompañarle, que nunca habían dormido separados, que la leche tenía que estar tibia, y que después de la ducha le gustaba que le masajeara la espalda con crema, que tenía miedo a la oscuridad, y que había que llevarlo al baño justo  antes de dormir, porque quizá podía hacer pis en la cama y que por favor, no dejaran de darle a Pancho, su osito de peluche. El niño acariciaba la barriga de Pancho mientras se iba quedando dormido. Pero, esos lujos de atenciones, eran  para la gente capaz de llevar una vida resuelta.
Un golpe de mala suerte, perder el trabajo y un desahucio, era algo que no estaba previsto. La señora que estaba detrás del escritorio dijo que era lo mejor y la única solución. Juntos no. No podían estar juntos. Uno en cada sitio, eso sí. Ella en una residencia de personas adultas, su hijo en un albergue de niños. Esa era la solución. Claro que no era la mejor solución, claro que no. Pero era la única salida posible. Seguro que el niño estaría bien. Sin duda estaría bien, dijo la señora fríamente.  Ella debía limitarse a firmar los papeles. Dejarle en manos seguras que le darían comida y cama. No tenía por qué llorar, ahora no era el momento de llorar. Eso no solucionaba nada. Sin duda -insistía casi molesta- estaría en buenas manos, ya se lo había dicho. Eran personas cualificadas. Muchos otros niños permanecían en esas manos sin ningún problema. Cuando fuera capaz de solucionar su vida podría recuperarle. Claro, que en la calle no podían estar, no era apropiado. No, en absoluto removerían conciencias estando en la calle -dijo la señora en un alarde de complicidad- 

En realidad, la conciencia de la gente estaba inmunizada contra el dolor ajeno. Cuanto más resuelta tenían su vida los habitantes del neón -pensó ella en ese instante- más fingían ignorar que había gente pobre, sin lo mínimo y sin un sitio donde malvivir, o niños separados de una madre amorosa como ella que conocía todas sus miradas, sus gustos, sus deseos. La pobreza era sistemáticamente ignorada por las personas de vida organizada, que no tenían ningún interés en conocer estas historias, similares a la suya. 

Bastante tenían ellos con sus propias dificultades. Todo el mundo tenía problemas en la ciudad. Llegar a fin de mes tampoco era fácil para la gente de vida organizada. Pensar en las causas de la pobreza, eso era un esfuerzo innecesario, cada uno se buscaba la vida como podía. Ya era bastante solidaridad apadrinar a un niño del Tercer Mundo. Con eso, sus conciencias quedaban impolutas. El resto de su dinero, ganado con el sudor de sus frentes, lo gastaban donde querían gastarlo, como si lo tiraban a la basura. En realidad, para eso, para resolver la pobreza, estaban los políticos y todas esas ONGs. Las personas de vidas ordenadas no querían saber nada de quebraderos de cabeza. El estrés de la semana o pagar la hipoteca eran ya bastante agobio, como para buscarse problemas extras.

La gente del neón se iba a dormir tranquila aquella noche, y si es que no podían dormir, tomarían un somnífero. Ella no pensaba pegar un ojo. Ni pensar en dormir. No ya por la falta de sitio, sino por su angustia existencial, por la sensación de pérdida, por la pena. Ni pensar remotamente en dormir.

Algunos habitantes de la ciudad organizaban cenas benéficas para recaudar fondos para la personas como ella y como su niño, que gracias a la responsabilidad de la gente estable que gobernaba altruistamente, podían dormir bajo techo y comer caliente. Tendría que dar las gracias a los políticos desinteresados y a los organizadores de cenas por poder comer caliente y dormir bajo techo, en lugar de quejarse y llorar por separarse del niño. Esa queja y ese llanto no tenían sentido. 

Haberse quedado en su país  -le dijo una vez el casero antes de desahuciarla- Todos los extranjeros creen que esto es Jauja, y a vivir del cuento, a aprovecharse de los beneficios que permitían el pago religioso de impuestos de los ciudadanos de bien. A picar piedra los pondría él. Mucho cuento, y a la hora de trabajar, nada de nada -decía el casero indignado- al mismo tiempo que expresaba echar en falta al fallecido Caudillo. Por más que en tiempos del mentado difunto, a él mismo le había tocado salir fuera, sin conocer el idioma, sin entender nada, pasando frío y hambre para ahorrar cuatro perras y mandárselas a la familia. Pero él iba a trabajar como un burro y nadie le regaló nunca nada. No es el caso esta gente, que vive del cuento. Cualquier día nos echan a todos de aquí -auguraba pesimista el casero-

Antes ella estaba en otro grupo. En el grupo de gente con la vida resuelta. No era una vida de opulencia, ni mucho menos. Pero pagaba el alquiler,  el supermercado,  tenía teléfono, y a veces, hasta podía comprarse ropa nueva en las tiendas de saldo. Eso era mucho más de lo tenía en este momento. Lo peor de la sociedad de la opulencia -pensaba - es que hay algo más grave que ser una persona  explotada, y es el hecho de no tener ni el derecho a tal explotación. El problema de trabajar por un mísero sueldo, no era nada, comparado con el hecho de no tener ni siquiera un trabajo. Ahora lo que le quedaba era esperar la compasión de la gente que organizaba las cenas. O que la señora de detrás del escritorio se apiadara de ella.


 Nada de eso iba a solucionar su pesar ni tampoco arroparía al niño aquella noche cuando llorara sin explicarse qué es lo que pasaba. Esperar, -decían- paciencia, hay que esperar un poco. Pero en su dolor no cabía la paciencia. De no ser por el niño, habría tomado todos los valium que le recetó el médico -la magia blanca contra la angustia en forma de valium- . Pero pensaba en él y no se atrevía a dormir en el ansiado sueño profundo que le indicaría que por fin se terminó su lucha.

Así que mientras andaba sin rumbo, pensaba que había llegado al límite. Nada más le quedaba por hacer. Deambular, hasta que amaneciera, mientras las luces se apagaban y todo parecía tornarse normal. Reprochándose una y otra vez su pobreza. Como si fuera culpable de su pobreza. Todos sus abrazos fueron incapaces de conservar al niño, que estaba ahora totalmente fuera de su control, en otras manos.

Sin salidas, sin dinero, sin el niño, sin sueño, sin sueños. Miraba como espectadora, mientras leía en los luminosos:

"Vive la moda". "Depilación por láser". "Siempre cerca de ti". "Asegura tu futuro". "Pensando en tu confort". "¿Qué has pensado para estas vacaciones?" "La chispa de la vida".



Fotografía: Kristhóval Tacoronte