13.6.12

ESPERANDO AL CARTERO II



Ella... nació mujer. 




La abuela Ana, nació mujer, en una familia formada por cuatro hombres y seis chicas. Por este motivo, por haber nacido hembra, no se le preparó un viaje para buscar fortuna más allá de los límites de la isla de Lanzarote. La pobreza absoluta, agudizada por la sequía que año tras año venía a poner en peligro las cosechas, hacía que el destino de los jóvenes de la familia fuera “hacer la América” y el de las mujeres, mantenerse vírgenes hasta conseguir un marido, cumpliendo así su papel reproductor, gestando hijos e hijas capaces de trabajar la tierra, de dar continuidad a la estirpe.

          Sabía arar y sembrar la tierra, arrancar los cenizos, plantar las papas, las arvejas, separar la hierba buena de la mala, atender y ordeñar las cabras, tostar el millo, hacer el queso... pues no poder viajar hasta América, no significaba en ningún momento estar exenta de un trabajo que era imprescindible para sobrevivir.

         El día en que conoció al que poco más tarde sería su marido, ella creyó que había resuelto su mayor aspiración en la vida: ser la mujer de alguien. Aquel hombre maduro y guapo que le doblaba la edad, la enamoró perdidamente. Pasó por un noviazgo fugaz de visitas tras el postigo de la casa, con la puerta de por medio, una vez a la semana. El día que se casó, la abuela tenía diecisiete años y una semana. Ni por un momento pensó que él era un hombre despechado, al que la vergüenza de haber sido dejado por su novia de toda la vida, le había obligado a demostrar su hombría buscando inmediatamente una suplente para tal desagravio.

         -Mira por donde, sin el desplante de aquella novia y el despecho de mi abuelo –decía Ana a veces- yo nunca habría nacido. También tuve una vez diecisiete años y pasé por los treinta y seis. Hace mucho tiempo que me he convertido en una mujer madura que alberga un eterno corazón de adolescente y una parte de ingenuidad. Pero creo que de él, de mi abuelo,  no tengo mucho ¿o quizá sí?

Necesitaba redimir la memoria de la abuela, desde el momento en que conoció su verdadera historia, pues pensaba que ella estaba en algún lugar, intemporalmente, y debía saber que todo su esfuerzo no había sido en vano. Sentía correr por sus venas la sangre de aquella mujer valiente,  que pasó mucho tiempo luchando a brazo partido contra el fatalismo en el que poco a poco se fue convirtiendo su vida, para finalmente morir, puesto que lo único que durante mucho tiempo la mantuvo viva fue la esperanza de que su hombre volvería, a rescatarla de aquel abismo, a decirle que no la había olvidado, a abrazarla cálidamente, a ocuparse por un tiempo de todo, para que al fin ella pudiera descansar.

 Pero no fue así, el abuelo, no solo no volvió, sino que el día que por fin dio señales de vida, fue pera reclamar su parte de la herencia –tras la muerte de su mujer- de aquella tierra de veinte fanegadas que se pagó con sudor y sangre -la de la abuela Ana-  empeñada en levantar la hipoteca, aunque le fuera la vida en ello.



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