14.6.12

ESPERANDO AL CARTERO III


Mujer casada...



Tras aquel matrimonio rápido, hubo de enfrentarse de nuevo a bregar por la supervivencia, ahora al lado de aquel hombre, que pasó de ser un casi desconocido a dormir cada noche en su cama. No por eso se libró de los madrugones, ni del duro trabajo.

 Más de una vez pensó que en realidad tampoco era tanta la diferencia entre su nueva vida de casada, y su anterior vida de hija. De aquel sexo fugaz y nocturno, vivido desde la legalidad del matrimonio pero lleno de inexperiencia y recato, sucedió que ella sintió un día que al levantarse a la mañana tenía unas tremendas náuseas, que el olor a  café le provocaba el vómito, y que tenía una especie de mal cuerpo. Así fue como supo finalmente que estaba embarazada de su primera hija. Ahora, su destino de mujer casada era irretornable.

Así, la abuela daría a luz una niña, que venía a ser un mal menor, ya que lo que realmente daba prestigio era tener un varón. Las penurias y la hipoteca llevaron a su marido a planear un viaje a Argentina, donde decían que era fácil hacer fortuna. Él, más que en la fortuna pensó en una forma elegante de salir de aquella isla y explorar el mundo más allá de lo que su experiencia de agricultor le había permitido hasta entonces. Ella, casi no acertó a decirle que sus náuseas  habían vuelto. Tenía casi tres meses de embarazo. Su segunda hija, la madre de Ana, nunca llegó a ver el rostro de su padre.

Al principio llegaron unas cartas espaciadas que ella leía y releía – sabía leer, lo cual era mucho más, de lo que sabían hacer otras mujeres de entonces-  Llena de esperanza, se pasaba la vida esperando al cartero. Mientras tanto, sacar adelante la hipoteca fue su única obsesión. Trabajaba, de sol  a sol,  sin darse tregua. No quería perder aquella tierra, y el prometido dinero de Argentina, no llegaba.

El trabajo acabó con su vida. Una mañana amaneció lloviendo. No cesaba de llover, y ella pensaba desolada en las arvejas recogidas en la huerta que no habían podido llevarse a trillar. Preparó el burro y se fue con la esperanza de airearlas un poco y que no se pudrieran con la humedad. Pero la lluvia, una vez más, era imprevisible, y le cayó encima cuando no tenía donde guarecerse.

Llegó a la casa con mal cuerpo y aquel catarro degeneró en neumonía. Los nueve años siguientes le dieron para ver el mundo desde su cama, mientras sus pulmones cada vez estaban más enfermos. Se mantuvo en pie, es decir, con vida, sin ningún tipo de fármacos. Ese lujo no estaba a su alcance. Siguió esperando noticias de Argentina hasta el último instante. 
Finalmente murió, en medio de la pobreza más absoluta, dejando tras de sí una especie de leyenda de mujer abnegada que le sirvió para bien poco. Acababa de cumplir treinta y seis años y desde la cama había logrado enseñar a leer a sus hijas.

Probablemente la abuela Ana no murió de tuberculosis –aunque eso es lo que dice su partida de defunción- en realidad ella un buen día claudicó y murió de tristeza. 

Esto ocurriría cuando definitivamente volvió a recibir la negativa a su demanda de una carta de Argentina en la visita del cartero. Entonces, cerró los ojos y se dejó ir. Decidió no batallar más, rendirse, dormir en un sueño profundo... Aceptar al fin, que había estado la mitad de su vida enamorada de un hombre que realmente nunca la quiso.

No supo de buenos momentos, ni pudo disfrutar de la vida. En su caso se cumplió a pies juntillas eso de que esta vida viene a ser un valle de lágrimas y que el matrimonio a veces, es la cruz que algunas mujeres han de cargar hasta la muerte.

Ana pensaba que en realidad su existencia era mucho más cómoda y confortable que la de sus abuelas. Además no necesitaba ir demostrando decencia, con la presión del pueblo encima. Sin embargo, en otros aspectos ella se identificaba con la vida de sus antepasadas.

Cada vez que sentía de forma visceral el miedo al abandono, Ana estaba por pensar que esto formaba parte de un pasado ancestral, del que de alguna manera no lograba deshacerse. 

El cartero no llegó a para la abuela antes de su muerte, pero un buen día quiso el destino que Ana se tropezara con un mensajero improvisado, que punto por punto le contó cuanto había ocurrido en el otro lado del Atlántico. 

De esta forma pudo escuchar para comprender, perdonar, para perdonarse, sanar, para no sufrir, y dejar en manos del pasado de otros lo que venía ser su historia, la de ellos. Al hacerlo, un pesado fardo de dolor y lucha, se descolgó de su espalda. Miró hacia adelante, se sintió liberada. Les bendijo a ambos, por darle la vida, y decidió no volver jamás a ser una víctima. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario