27.7.12

" LA ORIENTALA"





Montevideo, año 1910. Mi abuela y mi bisabuelo. 


Mi abuela María Luisa era muy intuitiva. Tenía premoniciones de lo que habría de pasar, o simplemente sabía interpretar las señales. Dormíamos en la misma   habitación y hablábamos con la luz apagada, hasta que alguna de las dos caía rendida por el sueño. Me contaba historias del pueblo... algunas me daban miedo y yo me sentía segura bajo las mantas, tapándome hasta la cabeza.

Me hablaba de un libro "bonito" pero triste, que había comprado una vez a un viajante que pasó por allí. Eran dos grandes tomos con letra menuda que guardaba en la parte baja de la mesilla de noche.

La historia de "Genoveva de Brabante" -decía- pero siempre que intentaba leerlo, terminaba llorando. Y razón tenía. Las tres o cuatro veces que sacó uno de aquellos pesados libros, las dos terminamos  a moco tendido. Así que dimos tal tarea por imposible. Yo alguna vez intenté leerlo a escondidas, como si estuviera cometiendo un delito, terminado siempre en un llanto que nublaba las letras. Nunca llegué a saber el final de aquella princesa abandonada a su suerte, de la que el verdugo se apiadó, dejándola a solas en el bosque con su hijo.

 Sin duda mi abuela se identificaba con ella, dejando así escapar su dolor, que de otra forma permanecía anestesiado y reprimido.

Una de aquellas noches se despertó inquieta. Tal era su desasosiego que me despertó también.

-Algo grave ha pasado, los perros de Frasquita están llorando. Nada bueno, seguro que alguna desgracia. ¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado?

La respuesta llegó por la mañana. Un vecino se había suicidado. Eligió un aljibe para tirarse dentro. Pasó por delante de la casa de Frasquita, cuando aullaron los perros que olieron a muerto. Siguió andando y pasó detrás de nuestra casa, y por fin se tiró unos cien metros más abajo, en el aljibe más grande del pueblo: en la casa de Marcial el marchante, que no cayó en la cuenta al sacar el agua, por la mañana, de que había en el muro de piedra, cerca del brocal, un sombrero y dos soletas.

El suicida dejó una carta. Cuando en el cafetín del pueblo se supo la noticia, aún no había aparecido el cadáver. Marcial salió corriendo ante la sospecha que era casi una certeza. Cuando abrió la tapa del aljibe allí estaba el ahogado, boca arriba, descalzo y sin sombrero, pero con toda su ropa puesta.

Esta pesadilla tuvo al pueblo sublevado por un tiempo. Los rumores iban y venían. Que si habían tenido que tirar toda el agua -gran desgracia por entonces- que si  enfermaron todos en la casa, solo de pensarlo ya que habían usado el agua sin saberlo, que si tiraron la comida a la basura...y hasta la precisa frase de Marcial cuando lo vio dentro:

-¡Ahí estás, cabrón, ensuciándome el agua!

-Ya sabía yo que había pasado una desgracia, los perros de Frasquita lloraron mucho rato -sentenció la abuela-encontrando por fin respuesta a su pregunta.

Para confirmar su augurio de que el calendario tenía algo que ver con todo el desaguisado de su vida, mi abuela murió un día trece, noventa y cuatro años más tarde de aquel trece de agosto, en el que vino al mundo en una ciudad de prestado: Montevideo.

Mis bisabuelos y sus dos niños varones, emigraron a Uruguay en pleno reclutamiento para la guerra de Cuba. No querían ser carne de cañón en una guerra que en absoluto era la suya. No contaban con las mil quinientas pesetas que compraba una dispensa para mi bisabuelo, ni siquiera con la setecientas cincuenta con las que se conseguía una incapacidad amañada.

En pleno exilio nació la niña, mi abuela María Luisa. Era el año 1904. Siempre estuvo muy orgullosa de decir a quien quisiera escucharla que ella era "orientala"







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