Me llaman la loca. De hecho todos
piensan que estoy loca. Una vez, me volví loca de amor. Cuando no fue posible,
cuando todo se acabó, yo creí que moría. Entonces fue cuando adopté esta
actitud indolente de ausencia. Me fui sumergiendo en esta locura programada,
casi sin que me diera cuenta de ello, hasta que finalmente me lo he terminado
creyendo. Claudiqué. Tiré la toalla. Decidí no vivir nunca más si no era con
él. Y fingí no enterarme de nada de lo
que ocurría a mi alrededor. Me dejé llevar.
Así, empezaron por decidir por mí
que es lo que debía comer, como debía vestirme, incluso buscaron un nombre a mi
mal. Dicen que soy maniaco depresiva, hasta me lo he aprendido y cuando alguien
me pregunta, le digo de que mal padezco. Así todo el mundo queda tranquilo,
saben que tengo un mal, que no soy dueña de mis actos. Todo eso es cierto , pero cómo explicarles que padezco una
locura de amor y que desde entonces no encuentro la paz, ni el sosiego. A ciencia cierta sé que no me van a entender. Para entenderme haría falta que
alguien hubiera pasado por algo parecido, solo así podrían comprenderme.
Él no es que fuera un hombre guapo, pero
tenía su atractivo. Yo era una chica joven, demasiado controlada por un padre
autoritario que ya tenía claro con quien debía casarme. Pensaba lógicamente en
alguien de mi clase. Él no era de mi clase, según mi familia, y me prohibieron
verle.
Yo le veía a escondidas, cuando todos dormían en la casa salía
sigilosamente, como una ladrona, a mi encuentro con él. Le buscaba, en la
oscuridad de la noche, y era capaz de percibirle por su olor. Nuestros
cuerpos se juntaban, sin prisa,
explorando cada milímetro de nuestra piel, como si ahí terminara la vida, como
si no hubiera nada más allá. Me tocaba, suavemente, en un lento recorrido, que
solo puedo evocar cuando cierro los ojos y le imagino. Y flotaba, viajaba, me
iba lejos, más allá de mi cuerpo, solo con sus caricias.
Llegó a ser una
obsesión para mí. No podía pensar en otra cosa que no fueran aquellos
encuentros. No quería pensaren nada realmente. Solo vivir aquel momento eterno, que es en
realidad lo que ahora mismo me mantiene viva. Me sentía más unida a él de lo
que jamás pude sentirme a ningún otro ser humano, incluido mi propio hijo, que
nacería muchos años más tarde.
Un día me alejaron de aquel lugar.
Dispusieron de mi vida y me transportaron en un barco, en un trayecto que duró
varias semanas. Yo primero pensé que sería capaz de volver donde estaba él, o
que por el contrario, él no pararía hasta dar conmigo. Pero el tiempo me fue
dejando claro que jamás volvería a verle, ni a oír el suave susurro de su voz,
ni a sentir la calidez de su cuerpo junto al mío, y entonces entré en esta
especie de locura, de la que no pienso salir. Decidí no vivir si no era junto a
él.
Me puse a
llorar sin consuelo, en un llanto silencioso que duró varios días. En
una especie de duermevela, que no me permitía descansar. Entonces empezamos el
recorrido por médicos y hospitales de prestigio, hasta me llevaron a un
curandero, creyendo que él sería capaz de poner fin a mis males. Después pensé
en hablarle, como si estuviera presente, a ver si me podía oír, allá donde fuera. Pasaba horas interminables hablando sola. Con ello confirmaron la
teoría de que realmente estoy loca.
Pasaron varios años, hasta que me hice a la
idea de no volvería a verle, y fue entonces cuando dicen que experimenté una
ligera mejoría. No pude jamás encontrar un hombre a su altura. Pero me casé y
tuve un hijo. Cuando me encontré con aquel niño entre mis brazos, pensé que no
podía con tanta soledad. Y volví a encerrarme en un mutismo lleno de dolor y de
tristeza. Mi pobre hijo no era culpable. Toda la culpa era mía, por mi falta de
voluntad, por ese inconformismo crónico que no ha dejado de atormentarme día
tras día, año tras año.
Y así fue como a mi hijo lo criaron otros
brazos, lo arroparon otras madres. Mi marido, generoso con su tiempo –según
opinaba la gente que nos conocía- me llevó de psiquiatra en psiquiatra, que
generosamente pagó con mi propio dinero. De paso alegró sus horas muertas con
compañías femeninas más gratas que la mía, que también supo pagar con mi
dinero. Y ese fue un acuerdo no hablado, pero que nos compensaba mutuamente. Yo
quería que me dejara en paz, y él quería mi dinero.
De mi amor nunca más supe. Es decir, si he
sabido. Lo sé cada vez que pienso en él. Sé
que le quise, tan sin límites que aún le quiero. Lloro su ausencia, me
finjo dormida y por momentos me lleno de tristeza. Pienso en él con la serena
paz que da el saber que me voy de este mundo después de conocer el amor. Me
hundo en la soledad, no hablo con nadie, pero a veces quiero gritar a quien
pueda oírme lo hermoso que es realmente querer a alguien de esta manera. En
estos momentos me vuelvo eufórica y comunicativa, canto, río, hablo… hasta que
tomo conciencia de que extiendo la mano y él no está, no estará jamás. Y
entonces me vuelvo a sumergir en la melancolía.
Cuidan de mí. Se ocupan de lo que como, de
lo que pienso, de cómo me visto, de mis médicos y de cuanto tiene que ver
conmigo.
No tengo ningún poder sobre mi vida. Me dejo llevar, esperando que un
día mi cuerpo se canse de esperar, porque es esta espera lo que aún me mantiene
viva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario