28.8.12

¿Dónde están los calcetines perdidos?




Esta tarde medio tediosa me he puesto a mirar televisión y a emparejar calcetines. Así tengo la impresión de no perder el tiempo del todo, en una actitud de pasividad ante el aparato. 


En una bolsa grande color amarillo, he ido guardando todos los calcetines desparejos, hasta que un día como hoy, hago un alto en lo que vengo considerando prioritario, vacío la bolsa y pacientemente busco cuales son los que van juntos. 

Puede ocurrir que después de varias semanas uno de ellos encuentre a su compañero perdido, pero no es lo normal. Lo habitual es que el se queda solo más de tres días, siga solito el resto de su vida.


Me resisto a tirarlos a la basura. Especialmente me ocurre esto con aquellos que son muy nuevos o muy bonitos. Siempre pienso que igual en algún momento aparecerá el que falta... más la experiencia me dice que mejor me deshaga de ellos pues desde el limbo de los calcetines perdidos, ninguno vuelve.


En la bolsa hay diferentes tallas y colores, calcetines finos, gruesos, de niño, de deporte, acrílicos, de algodón... Cada uno con su historia -a veces efímera-. Alguno perteneció a un pie que ya no es el mismo, pues ha aumentado varios números. 


Incluso hay algún calcetín desparejo que me he resistido a tirar de forma inexplicable a sabiendas de que su dueño nunca lo echará de menos, no solo porque ni siquiera es consciente de haberlo perdido, sino además, porque hace tiempo que vive lejos del domicilio de la bolsa amarilla, es decir, de mi casa. -¿Hasta dónde el inconsciente me estará jugando una mala pasada?


Alguno de ellos encontró una salida airosa a su vida sin sentido dentro de la bolsa. Fue a parar a la clase de manualidades mi niño pequeño, que hizo de él una cabeza de caballo, rellenándole de papel de periódico y decorándolo con  unos improvisados ojos, orejas y boca. Lo cierto es que se olvidó de ponerle nariz. Con unas bridas de cuerda y el palo de una fregona ya inservible, se convirtió en el caballo de un jinete de cuatro años, con una especie de calva a la altura de sus orejas, que venía a ser el talón -no el de Aquiles, ni el bancario, sino el del calcetín rescatado-


Cuando en la última mudanza fueron a parar a la basura todas las cosas inservibles que voy acumulando, estuve a punto de deshacerme de la bolsa, pero... en el último momento le salvé la vida. No en vano a todos los calcetines que allí levitan, mientras la bolsa se traslada de un lado a otro, son en parte míos. Yo misma les descubrí y les elegí en la tienda. Les busqué unos pies, les rescaté del fondo de la cesta de la ropa sucia, y luego les acomodé en sus cajones. 


Después han ido desapareciendo, como quien no quiere la cosa, sin que aún haya una sola respuesta convincente que satisfaga mi curiosidad para saber de su destino, de la aventura o desventura vivida en solitario, que inevitablemente ha terminado condenando a su compañero de fatigas a vegetar por el resto de sus días en el fondo de la bolsa amarilla, de la cual sale solo de tarde en tarde  para comprobar de nuevo que su soledad no se resuelve con la compañía de otros, tan desolados como él. Su alma gemela, que solo Dios sabe donde andará, es la única que podría sacarle de esta inutilidad cansina para el resto de sus días.


De vez en cuando aparece algún desparejado igual pero recién comprado, nuevecito. Lo cierto es que me resisto a juntarles pues la diferencia entre ellos es tan evidente, que se percibe simplemente al tacto y de ninguna manera son de la misma pareja, pese a su similitud aparente.










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