Quise mirarle, para
decirle despacio que no tenía nada que temer. No de mí precisamente. Pero no lo
hice. Opté por correr tras el peligro que representaba desafiar al viento. Salí
volando y nunca le dije que podía sentirse seguro sin mí. Tal era mi afán de
protegerle. Partí, sin darle la oportunidad de despedirse. Y entonces fue
cuando comencé a echarle de menos. Me dolía la boca del estómago. Sentía un
vacío mezclado con terror. El temor a comenzar de nuevo a deambular sin su
sombra.
La señora corpulenta y
feliz que me tropecé nada más salir a la intemperie era una mala copia de mí
misma. ¿Era yo, rebosando michelines por todos lados? Seguía mirándome con rabia. O quizá con
desdén. Me sobraban kilos, me sentía un fantoche. Mi sombra ahora valía por los
dos. No le dije que temía que el paso de los años le hubiera marcado a fuego.
Ni le recordé tampoco mis desvelos cuando berreaba a pulmón partido. Supuse que
él podría perdonar todos mis errores. Yo, desde la mole en que me había casi
convertido, quería transmitirle sosiego, cantarle una nana, acurrucarle en mi
regazo de madre adulta. No quise culparle de mi malestar. Pero tampoco le dije
lo que debí para que al menos se fuera tranquilo.
En mi precario vuelo de
baja altura, sentí de nuevo que él no estaba. Ahora, lejos uno del otro, yo
quería al menos llorarle. No serviría de nada mi llanto, pero al menos habría
sido un desahogo.
Mientras tanto, sólo me
tropezaba con mi imagen desconocida. Brillaba con todo mi esplendor en la luna
del escaparate sin que nadie reparara en mí. Pensé en todas las veces que fui
el ratón Pérez, el payaso improvisado de sus cumpleaños, la gallina que en
varias ocasiones le arropó bajos sus cansadas alas… y de pronto sentí que fue
una torpeza no haber podido decirle que en realidad podía contar conmigo en
cualquier circunstancia.
No sé cómo fue que
empecé a cambiar de talla. Mi escueta figura fue desapareciendo, y yo me
convertí en un globo hinchado. No reconocía mis manos ni mi cara. Mi pelo
sedoso se tornó reseco y mis pies, cansados de soportar tanto volumen, no
respondían a mis deseos de deambular. Así que pensé en volar. Durante un tiempo
estuve ocupada buscando un sitio adecuado. Deseaba que el viento soplara bien
fuerte contra mi cara. Ahora estaba en la duda, no terminaba de elegir mi
aeródromo.
Mientras pensaba en él,
una inevitable vuelta al pasado me hizo sentir la precariedad de la existencia
de cualquiera: la mía, la suya… evocar su manita asida a mí me recordó lo
imprescindible que llegué a ser en su vida. Era apenas un bultito de tres kilos
cuando nos conocimos. Entonces, su papá, fascinado, miraba sus piecitos y decía
que parecían de un muñequito de comics. Ahora se había ido, no sé si para
siempre. Pero no estaba. Y de pronto compruebo que todo el tiempo me sobra, que
ya no puedo protegerle, que ni siquiera debo entristecerle…
Volar…
está bien volar. Él nunca deberá saber que he renunciado a este vuelo por él.
Por si resulta que mañana vuelve. Si no vuelve nunca, si no vuelve vivo… de
poco habrá servido desafiar a los tanques en desfiles pacifistas, o haberme
encadenado junto al gobierno militar. Gracias a eso tengo ficha policial. Se
sabe que soy yo, por las huellas y los datos ya que de aquella preciosidad
rebelde y flaquita no queda nada.
Hijo…
lloré desconsoladamente cuando perdimos aquel referéndum. Hoy te vas jubiloso a
jugar a soldaditos. Debería pensar que es tu camino. Decirte que te vaya bien y
todo eso. Confiar contigo en que estarás bien… Más no puedo. Solo siento deseos
de volar…. Y no me atrevo.
La
detestable luna de las tallas especiales me guiña un ojo para que levante la
mano. Banderitas, mentiras, taconeos, fusiles, dolor, carne, muerte, cañón,
napalm , locos, ricos, ¡aarr!, ¡aarr!, ¡aarr!,
¡aarr!, ¡aarr!….
-Dios
deberá bendecirte por su cuenta- me atreví a decirle fingiendo hacer un chiste-
ya sabes que no soy creyente.
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