28.6.12

UNA TARDE DE ENERO




Le encontré hace muchos años, en una cuneta de la vida. Allí le había arrojado un camión de acontecimientos, hasta dejarle maltrecho y sin fuerzas.

Aquel encuentro, fue casi intrascendente en principio. Y la única película que vimos en el cine: “Mejor imposible”, donde se atrevió a coger mi mano. En esa primera cita, que pudo ser la única, dejó entrever que no vivía solo, hacía años que había decidido aceptar una relación triste y vacía, la cual bajo ningún concepto pensaba romper -eso no lo dijo, pero yo así lo entendí-

Recuerdo mi sensación de “estafa”, y mis deseos de salir corriendo, indignada. Pero dos lágrimas que resbalaron por su mejilla, me hicieron cambiar de opinión. Y estuvimos juntos hasta el amanecer.

Quizá le salvó su pronta llamada del día siguiente. Por entonces yo era un poco metódica con eso de las llamadas posteriores inmediatas, sin dejar pasar un día o dos.

Ese primer encuentro, que no fue el último y definitivo, dio comienzo a una hermosa historia, de afecto, amistad, complicidad, tardes compartidas, ternura, calidez… algo más que sexo, algo más que una aventura. Siempre sentí que me quería, sin dudarlo. Quizá algo menos que amor sin límites, ya que los límites estuvieron marcados desde el primer momento.

A medida que conocía su historia, descubría un hombre genial y un hermoso ser humano. Posiblemente, desde esas confidencias, yo era entonces la persona que más sabía de su vida y sus pequeños secretos. Pero se quedarán conmigo para siempre, puesto que en un espacio de intimidad me fueron confiados.

Su mejor amigo hasta entonces había sido su perro. También él fue encontrado en una cuneta de la carretera, herido y casi muerto, donde alguien le había arrojado sin mirar atrás.  Unos ojos lagrimosos y una mirada llena de dolor, hicieron que él le cargara en el coche hasta el hospital universitario, donde le salvaron la vida. Largas conversaciones con el perro, le llegaron a convertir en su mejor confidente.

En su orden no cabía el divorcio, “nadie en mi familia se ha divorciado” -decía- “¿Y quién me dice que una historia contigo, o con otra persona no iba a salir mal?”.

Digamos que duró un par de veranos. Ahora casi he olvidado algunos detalles. Viví por entonces momentos de flaqueza e incluso de contradicciones, en los que me decía que esto no iba a llegar a ningún lado. Así que casi sin darnos cuenta se fue marcando la distancia. Desaparecieron las rutinas de las llamadas a las tres, las tardes de los miércoles, los sábados a la mañana, en los que cambiaba el tenis por mi compañía…

Y de nuevo el perro pasó a ser su confidente.

Nuestros encuentro se espaciaron, dejaron una estela tras de sí, y la sensación extraña de quien no rompe lo que nunca llegó a  crecer del todo.

Yo consolidé una relación posteriormente, y él consolidó su familia con la adopción de un niño. Pero mientras tanto, y antes de la llegada de nuestros hijos, dábamos largos paseos con mi panza de ocho meses. En realidad, era mi momento de paz y de sentirme querida incondicionalmente por alguien. Pasaba a recogerme con su coche, simplemente por el placer de pasear y charlar conmigo, y compartimos hermosos momentos en esta nueva etapa.

Nació mi hijo, y me envió un enorme  cesto de flores al hospital.  Seguimos paseando a ratos, ahora con el bebé.

Se marcó de nuevo la distancia, y una tarde le vi en el parque, corriendo tras  un niño rubio y vivaracho. Tendría más o menos la edad de mi hijo.

Luego he sabido que sí se divorció, y que el niño sigue a su cuidado. La última vez que hablamos casualmente por teléfono,  le sentí lejano y distante. Luego busqué su perfil en fb, y así supe que tiene pareja. Un extraño  malestar se instaló dentro de mí, por más en la lógica no tenga explicación. En realidad y honestamente, yo me alegro de que sea feliz.

Hace dos días, yo  esperaba a una amiga para tomar un café. A media tarde, casi de noche, la vida nos volvió a juntar. Mi amiga no acudió a la cita y nosotros tomamos ese café. Conversamos por un rato, reencontramos las miradas, constatamos que cada uno de nosotros está ahí de nuevo y para siempre, compartiendo un espacio exclusivo y único.

La vida le ha dado un par de reveses -¿y a quien no?- pero estoy segura de que va a solventarlos. Lucha abrazo partido por su hijo, que no pudo caer en mejores manos que en las suyas.

En mitad del café se cruzaron nuestras miradas. Y siguiendo mi impulso, tomé entre mi mano la suya, extendida sobre la mesa. Ese escueto gesto de complicidad, dejó claro que nuestras manos y nuestros corazones se sentían en paz. Al tiempo que casi al unísono dijimos: “te recuerdo con cariño”

Nos despedimos, sin prometer llamadas, sin emplazarnos para otro día, sin prisas y sin pausas. 

Posiblemente vuelvan a transcurrir otros tantos años, hasta volver a coincidir. Pero tengo que admitir que ese día la vida me hizo un lindo regalo.

26.6.12

Recordando a Hamdia

Recordando a Hamdia
Los gobiernos cambian y las guerras solamente cambian de escenario

Iraq, ayer cuna de la civilización, es hoy un país destrozado y sumido en el dolor.
Hamdía tiene apenas sesenta años. Se casó con quince años recién cumplidos. Un matrimonio acordado que nunca se atrevió a cuestionar. Pasó la mayor parte de de su vida en su casa de Bagdad, criando primero a sus hijos y después a sus nietos.
Alguna vez, mientras andaba absorta en sus preocupaciones diarias, o de vuelta del mercado, caminaba despacito junto al Tigris, sin ser demasiado consciente de que su casa había sido cuna de la civilización. Muchas cosas habían cambiado desde que en aquellos valles fértiles sus antepasados inventaran la escritura y las matemáticas, dando lugar a una forma de control del excedente y la riqueza.
Tampoco era capaz de establecer un paralelismo con el presente, para así poder ver que sería ese deseo de control de la riqueza, el que acabaría dividiendo a la humanidad en clases.
Hamdía aprendió a rezar, a ser una buena mujer, a educar a sus hijos e hijas en el temor a dios, y jamás tuvo un brote de rebeldía. Su corazón, dividido en tantos pedazos como hijos, no entendía de estrategias políticas, ni de los grandes acontecimientos del mundo, pero éstos se le vinieron encima, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Ha conocido tres guerras y cada una de ellas ha jalonado su cuerpo y su alma.
En la Guerra del Golfo perdió a uno de sus hijos, porque aunque le dijeron que había desaparecido, ella siempre supo que jamás volvería a verle. Otros dos hijos alcanzaron el “paraíso” occidental, para vivir de prestado en un país ajeno, donde nunca dejarán de sentirse extranjeros. Aferrados a su identidad, porque es lo único que les queda, hablan con nostalgia de un país que ya no existe. Regresan cada noche de un trabajo, que aunque les dignifica y les ayuda a sobrevivir, les recuerda que no están en posición de elegir.
Hamdía no puede articular palabra cuando escucha la voz de sus hijos a través del teléfono, y llora desconsoladamente. No puede hacer otra cosa más que llorar. No tiene fuerzas para nada más. No entiende por qué todo ha sido tan doloroso en su vida. Resignada, ve desde su ventana pasar los tanques de guerra y no se atreve a salir a la calle. En medio de este caos, se pregunta, qué comerán mañana sus nietos.
Después de quedarse sin marido y de sacar diez hijos adelante, ella no sabe qué más hacer, y desesperadamente confía en su dios, porque si hay algo que la engrandece, es que jamás se rinde.
Hoy quiero unirme a su impotencia, que también es la mía. No quiero volver a dormir tranquila esta noche pensando que todo anda bien. Ni siquiera me evadiré ante el televisor con las intrigas del famoseo de moda. Ídolos de barro que se construyen o desbaratan a criterio de quien los maneja. No quiero comparar mis piernas, mi piel o mi pelo con la modelo escultural que aparece en el anuncio.
Tampoco me interesan las aventuras de un grupo de famélicos famosos que frivolizan con el hambre por un puñado de dinero. Ni quiero oír hablar de los amantes de la famosa folclórica o de la depresión de su perrito.
Hieren mi sensibilidad y mis oídos los alaridos malsonantes de los colaboradores del programa nocturno de máxima audiencia. Todo ello organizado y orquestado para que compremos no sé qué productos patrocinadores.
No quiero olvidarme de Hamdía, ni de tantas otras. No quiero olvidar que la guerra no es una estadística, sino un negocio cruel. No quiero claudicar, pensando que no hay nada que hacer. No es una noticia pasada de actualidad. Esta guerra, que no es la mía, ni la de ella, ni la nuestra, está terminando con la esperanza de todas las personas que creemos que los pueblos son los auténticos protagonistas de su historia.
Hoy quiero pensar que sus plegarias llegarán a su cielo, como ella y su imagen venerable han llegado a mi corazón.

25.6.12

LOS ARRÁEZ







Allá por 1764, la isla de Lanzarote era un inmenso silencio en mitad del océano.

Atrás quedaba una azarosa historia, desde que sus pacíficos habitantes lucharan con sus pobres fuerzas neolíticas ante el asedio de piratas, invasores, incursores, campañas de conquista y masacres. Víctimas indefensas por eso de que geográficamente hablando, le tocó ser la entrada del archipiélago, la primera isla en arribar, y a la que conducía al viento a los navíos de forma casi natural.

Incluso los fenicios habían recalado en su momento en aquella islita, que estaba poblada desde el año 500 antes de JC. Lo hicieron en buscan de la orchilla, preciado liquen que crece en las rocas que dan a la vertiente norte. Con él se obtenían tintes.

De lo que nadie duda, es que los romanos conocieron y pasaron por las Islas Canarias. Incluso las llegaron a cartografiar.

Sería mucho más tarde, en 1312, cuando una expedición mercenaria a cambio de Lancelotto Malocello, volvería a redescubrirla, capturando una vez más a muchos habitantes que fueron vendidos como simples esclavos, ya que solo de botín de guerra se trataba.

Habían aprendido los lanzaroteños, a pertrecharse tras las negras montañas de arena, aprovechando pasadizos naturales y oquedades. Incluso supieron hacer la jugada al extranjero invasor, utilizando cuevas y túneles volcánicos de dobles entradas y salidas, escondidos durante el día, y estando sitiada la entrada de la cueva, salían por la noche a buscar agua y vituallas, varios kilómetros más lejos, dónde nadie sospechaba que hubiera otra salida.

Tras la colonización de las islas por parte de la Corona de Castilla, los saqueos y ataques de piratas se siguieron sucediendo. La isla pasó a ser un gran feudo, pasando de amo en amo.

Pero una especie de tensa calma se había establecido en los últimos cien años. Solo condicionada por la extrema sed de la tierra, las sequías permanentes, las plagas de langostas que arrasaban con lo poco verde que había y la vida dura, propia del agricultor casi siervo. Pocos eran los que tenían tierra propia. Sobrevivir era, ya por entonces, una ardua tarea.

La Capitanía General, comenzó una amplia campaña prometiendo tierras y dinero para quienes quisieran embarcarse al Nuevo Mundo. Quinientas coronas, aperos de labranza, semillas y tierras para trabajar para cada familia, con cinco miembros al menos, que se embarcara hacia las tierras del Río de la Plata. Ya antes otros habían emigrado hacia Puerto Rico, Luisiana, Santo Domingo…

No es que a los Arráez les pusieran una pistola en el pecho. Al menos ellos pensaban que era una decisión tomada libremente. Dentro de los parámetros de libertad que dejaba la miseria. Tampoco la aventura de América les parecía una idea confiable. Era una tremenda inquietud pensar en los casi tres meses previstos para el viaje.

No tenían nada que perder, y sin embargo lo perdían casi todo. Sus familiares y parientes quedaban a la espera de las noticias que fueran llegando, lo mismo que habían hecho ellos durante varios años.

Los niños estaban acostumbrados al trabajo. Benito Arráez el padre, era un hombre duro. De sol a sol iba al campo cada día. Plantaba, arrancaba hierbas o cuidaba de las cabras. Así era la vida, mirando al cielo a ver si barruntaba lluvias y si se salvaba la semilla.

Esperanza, su mujer, hacía esteras y cestos, además del queso. Cocinaba lo que buenamente podía a la lumbre de su cocina de teniques, alimentada con leña. Al menos había granos y papas. Algunos higos, tunos, dátiles, huevos…

La propuesta de ir a América no le pareció mala idea, siempre que fuera con la esperanza de volver más tarde o más temprano hasta su tierra.

Así que fueron a alistarse. Para ello Benito caminó casi un día entero, hasta la Villa de Teguise, donde estaba la Capitanía General. Allí recibió unos papeles y un salvoconducto para el viaje. Por adelantado no le daban el dinero, le dijeron. Eso sería una vez se confirmara el embarque.

Los lanzaroteños Arráez no recordaban muy bien como habían llegado hasta la isla sus antepasados. Sabían que descendían de inmigrantes, al parecer de origen español. Vascos, y por lo que sabían, muy ligados al mar y a la navegación, aunque ellos serían agricultores toda su vida. Plantaban millo, cebada y garbanzos, que luego había que repartir con el amo.

Conocían el sonido del viento, el aviso de días calurosos que anunciaba el halo de la luna, las subidas y bajadas de las mareas, la importancia de la bruma, que bajaba por la noche para refrescar la tierra, y hasta como alternar la siembra de semillas para no agotar el suelo.

Guardaban la paja en un pajero, para que sus animales pudieran pasar el duro verano y tuvieran algo que comer. Y si alguno de ellos enfermaba, Esperanza tenía a buen recaudo pasote, manzanilla, ruda, tila, caña de limón, malva y otras muchas hierbas que curaban.

Salieron una mañana muy temprano. Aún el sol no había alumbrado. En un camello llegaron hasta el puerto, junto a otros tantos. Lo que llevaban les cabía en las manos. Pocas eran sus pertenencias. No miraron atrás. Pero grabaron a fuego su paisaje en la memoria, no se les fuera a olvidar, e iniciaron el viaje más incierto de sus vidas, en pos de una promesa. Su casita de piedra seca, se fue difuminando a medida que ellos se alejaban, hasta quedar camuflada en el tono ocre del paisaje. Cuando iban camino del exilio, Benito miraba las olas romper en el arrecife, preguntándose si algunas vez, volvería a pisar este suelo, ahora reseco y pobre, sobre el que habían caminado por primera vez sus hijos.

Les alojaron en aquella bodega sin aire, junto a la carga. Pensaron que la cosa sería provisional, pero sus temores se fueron convirtiendo en certezas cuando arribaron en el puerto de Las Palmas, y la carga era mucha, en cambio el espacio que ellos ocupaban era cada vez más angosto.

En el puerto de Las Palmas, recogieron a un canónigo y a un médico, ambos viajaban solos y no necesitaban dormir en la bodega.

Sabían, que hacía falta gente en las nuevas tierras de España. Lo que ellos realmente ignoraban era que la política poblacionista de La Corona necesitaba personas para consolidar las endebles fronteras, y que las élites mercantilistas de las islas acababan de abrirse nuevos mercados, desechados en principio por otros comerciantes españoles, a cambio de enviarles a habitantes canarios como tributo. Si por cada cien toneladas de mercancía exportada, se enviaban en el flete cinco familias, de al menos cinco miembros, la carga estaba exenta de gravámenes o tributos.

No se identificaban a si mismo como el pago, a cambio del comercio libre de aranceles. Tampoco sus preocupaciones les iban a llevar tan lejos. Lo que realmente querían resolver Benito y Esperanza era el comer cada día ellos y los chicos. Al trabajo no le tenían miedo, estaban muy acostumbrados a ello.
Los Arráez, con sus tres hijos emprendieron aquella incierta marcha. Ni manera de imaginar la travesía que les aguardaba.

Los días fueron largos y lentos. La comida se fue haciendo poca y escasa. Parecía que el final del viaje no llegaba. Esperanza entró en un sopor, con fiebres delirantes y apenas llegaba el agua para darle un poco. Cambiaron una manta por un vaso de agua, quizá eso permitió que Esperanza aguantara el último tirón.

El viaje, aún más largo de lo previsto, con pocas provisiones y escasez de agua, pues uno de los depósitos que la transportaba llegó según consta en el acta: “Con la aguada corrompida por no haberse limpiado adecuadamente la tinajas que la contenían”.

Cuando por fin arribaron a Montevideo, llevaban a su espalda varias bajas, que el señor canónigo hubo de ayudar en su viaje al más allá administrando los últimos sacramentos.

No todos fueron capaces de soportar la travesía por aquel desierto azul en que se convirtió el Atlántico. De los 157 pasajeros faltaban 20, entre ellos la señora esposa del patrón.

Benito Arráez, su esposa y sus tres hijos, eran unos supervivientes. Mucho más delgados, enfermos, olían a suciedad y los piojos y pulgas andaban a sus anchas. Pero se sostenían en pie.

Estaban vivos, salvando así uno de los primeros y más difíciles obstáculos, de cuantos les tocaría salvar a lo largo de su vida venidera.



20.6.12

"DOLLY"

La muñeca hinchable  estaba esperándole en el peldaño de la entrada. En su formato actualizado, llevaba un ajustado vestido a la moda, medias negras de red, bolso de Loewe, tacones rojos y lencería que daba el pego comprada en el chino de la esquina. Su Chanel cinco era auténtico, eso sí.

         Lo bueno de tenerla, era que le mantenía vivo, eufórico. Luego se iba por donde mismo vino, sin pedir  explicaciones, ni promesas de amor,  sin ni siquiera un café de sobremesa. Claro… es que no existía la mesa. Solo la cama. Allí ella gemía con él, al unísono… no sea que fuera a quedarse fuera de servicio.  Al fondo las llamadas de control en el móvil, no dejaban de interrumpirle el placer momentáneo. Pero ella, en su rol de calladita que estarás más guapa, fingía no escuchar nada.

          Había cierto desequilibrio en aquel escenario, donde las sandalias de la oficial pululaban por la casa. Un par de fotos en un marco, una cama impecable, una nevera grande, aunque apostaría que estaba vacía.

          El pisito era hasta confortable, aunque la “dolly” se planteaba si la toalla que acababa de usar en la ducha, había pasado por otro cuerpo que no fuera el de él.

           Sobrevolaba el escenario viéndose a sí misma gemir, contorsionarse, moverse a su ritmo propio que venía a ser el de él. Así una y otra vez.

         La fastidió el día que confesó que le encantaba que fuera una muñeca de quita y pon, una especie de exótico souvenir, la rara avis que jamás estuvo en su record.

       En ese momento, ella sacó un alfiler. Se dio un sonoro pinchazo en su muslo derecho, de desvaneció sin ruido, como mismo vino. Se desinfló para siempre. Su atuendo yacente al pie de la cama, le dejó perplejo, pero ¿cómo fue capaz de hacerle esto? Pero, si hasta a su manera la quería. Le gustaba tenerla. Tocarla, sentirla suya. Susurrarle al oído palabras bonitas. Hasta le gustaba darle el esquinazo a la oficial, la muñequita de verdad… la que cogía del brazo y presentaba a sus amigos. La chica formalita de sexto sentido, que hasta había intuido que la muñequita de plástico se movía por su vida y hasta frecuentaba su misma cama.

               Un extraño dolor plagado de la sensación de injusticia le asaltó por sorpresa. ¿Pero por qué a mí, por qué esto, por qué ahora?... si ella era la viva imagen de la cordura. Imposible imaginarla justo en el contenedor amarillo. No puede ser, es injusto, déjame pensar…

        Abajo en la acera, un alma desnuda corría en busca de calor de verdad, mendigaba abrazos al quien se dignara mirarla...







  Nota casi innecesaria: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia






               
              
            
                

18.6.12

CONTIGO...




Amiga, hoy he oído hablar de ti por primera vez. Y me he identificado contigo. Quizá hasta me he reconocido un poco en ti. Inevitablemente he tomado partido a tu favor. Reconozco esa cara y ese tono de voz con el que él te nombra. Sé que has sido muy especial en su vida, y que aún te conserva en un lugar privilegiado de su memoria. Posiblemente no te haya dicho nunca todo lo que has significado para él, quizá nunca lo haga. Pero creo que al menos mereces saberlo. Aunque tú no estuvieras buscando ningún mérito.

Te he imaginado como una mujer valiente y generosa. Capaz de querer sin límites, sin pasar factura, sin pedir nada a cambio. Debes ser una de esas mujeres que atraen a los hombres, pero con la que nunca se comprometen. En realidad -permíteme que me incluya en el grupo- nosotras les damos un poco de miedo. Lo mismo que les incita a buscarnos es lo que les hace temer. 

Probablemente sea ancestral en la cultura. Desde que aquellas mujeres sumisas y complacientes buscaban un marido para casarse, un hombre que cargara con ellas, renunciando a ser ellas mismas, hasta ahora, en que peleamos como buenamente podemos para ocupar nuestro sitio; algunas cosas han cambiado. Pero no tantas, como habrás comprobado por ti misma. Ellos no dejan de sentirse más seguros con mujeres que les garantizan que se quedarán para siempre, no importa lo que ocurra. Romper uno de esos compromisos consolidados es algo que ni se plantean.

 Finalmente, nosotras nos movemos por el corazón. Los sentimientos nos pueden. Afortunadamente. En realidad, aunque nunca te lo dijera, él te quería y admiraba. Era feliz contigo. En todos los sentidos era feliz.  Pero... pretender que rompiera su orden por ti, era otro cantar. En realidad no lo iba a romper por nadie. De haberlo hecho –de haber apostado por una relación gratificante contigo-  habría servido para beneficiarse a sí mismo, pero no estaba en condiciones de darse ese permiso. Así fue como te perdió.

Se le ilumina la cara cuando habla de ti y te recuerda. En realidad no sabe muy bien qué es lo que pasó. Yo puedo entenderlo, aunque no estuviera allí entonces, porque soy mujer. Por eso he decidido escribirte, y expresarte mi aprecio. Mi solidaridad femenina, más allá de toda la opresión que durante siglos nos ha mantenido separadas y divididas, compitiendo por las migajas, en lugar de apostar por una vida sin límites para nosotras.

Sin duda él es un hombre especial y merece la pena. Lástima que por entonces no estuviera dispuesto a jugársela contigo. Pero pudiste sentir que con él eras tú misma, que tu piel y la suya podían por momentos, llegar a ser una. Sentiste que te comprendía, que te apreciaba y valoraba, hasta el punto en que optaste por aceptar sus reglas del juego. Tenerle por horas y ser feliz a tope en ese tiempo. Él se dejó querer.

 Sobrevivía a cuanto acontecía en su vida paralela, porque contaba contigo, y pese a que tú de vez en cuando entrabas en conflicto y le plateabas la ruptura, sabía que más tarde a más temprano todo volvería a ser igual. Te tenía, estabas tú. Disfrutaba de ti. No tenía que desempeñar ningún papel.

Su compañera oficial de fin de semana representaba ese orden ficticio que muchas personas buscan, ante el temor al posible desorden que podía encontrar junto a alguien que se pareciera a ti. Y tú fingías no pensar en ella, pero lo hacías. Estoy segura de que lo hacías. Pensaste en ella durante años y aceptaste ese primer papel de ser la otra, en una difícil definición de si en realidad eras la amiga, la amante o la compañera....

Los fines de semana eran inmensos y eternos. Tenías claro que con él no podías contar en esos momentos. Paradójicamente, cuando más urgencia tenías de poder estar con él, era cuando menos le tenías. Pero ni un solo reproche salió de tu boca. Así que él, habitualmente tan dado a culparse por todo, no tenía conciencia de no haber actuado correctamente con respecto a ti.

Te dejaba claro que no iba a romper su compromiso,  aunque con los hechos estaba contigo en cuerpo y alma. Sentía contigo, compartía contigo y era él mismo contigo. Te guiaste por ese lenguaje más allá de las palabras que tan bien debes manejar, y apostaste sin límites ni condiciones.

Pero la sorpresa que te esperaba aquel domingo en la playa, con eso sí que no contabas. Verle paseando por la orilla con ella, era previsible. Pero el evidente embarazo de varios meses... eso sí que no te lo imaginabas.

 Tampoco esta vez fuiste a reprochar nada. Simplemente le dijiste que hasta aquí. Que eso era mucho más de lo que podías soportar. De esa manera le ahorraste el tener que darte explicaciones. Se lo pusiste fácil una vez más.

No he dejado de pensar en lo mal que te pudiste sentir en aquel momento, en el que una jarra de agua helada te cae por encima, sorpresivamente. Estoy segura de que estuviste llorando, sintiéndote estafada, por más que el implícito acuerdo te dejara sin derecho a hacerlo. Pero un a cosa era lo que sospechabas y no querías ni pensar, y otra lo que tu alma sentía. Eso... era simplemente desgarrador para ti.

 Pero ahora, que los años han pasado y se puede ver todo con un poco más de objetividad, quiero decirte que  tu honestidad no tiene límites. Nunca se te habría ocurrido recurrir a un embarazo si contar con  él, por más que quizá te habría gustado la idea de compartir esa experiencia.

Y con el paso de los años también se ha comprobado que todo se coloca en su sitio. Ya ves... su historia de seguridad se terminó por las propias contradicciones que encerraba, y tú no te alegraste por ello.  Supiste permanecer cerca, pero con tus propias condiciones. Aprendiste la lección.

 Estoy segura que habrás encontrado al hombre que te mereces y que apuesta por ti sin tener que negarte. Aprendiste a disfrutar de todas las palabras de amor calladas en este tiempo,  a ser única y especial para alguien desde la serenidad de no vivir el sobresalto de la duda.

Quiero decirte que él es mejor persona por todo lo que compartió contigo. Que más de una vez le salvaste del abismo, ocurrió cada vez que pudiste creer en él y ver toda su belleza de alma y cuerpo. Eso te ha dado un lugar eterno en su memoria.

De cuanto creció mientras compartió esos años contigo -robados a la oficialidad-  ha venido a resultar el hombre maduro que  es hoy y que yo encontré varios años más tarde, desde aquel día de tu cara estupefacta en la playa.

Solo sentí respeto al oír como te recordaba, y también una inmensa ternura, una especie de afecto solidario. Puedo ponerme en tu lugar y entender lo que sentiste.  Una lágrimas se deslizaban por mi cara, posiblemente por mi propia pena ocurrida en otras circunstancias y que yo traje al presente al oír hablar de ti.

Aunque nunca te lo dijera, no dudes de él que te quiso y aún te quiere. Una mujer como tú permanece para siempre en la memoria del hombre que haya tenido el privilegio de ser amado por ella. 

16.6.12

CIUDAD DE NEÓN




Caminaba por aquella ciudad de plástico y neón. Como si estuviera flotando en una pesadilla. Acababa de saber lo ocurrido. Aún no daba crédito. En una especie de inconsciencia se movía. Sin rumbo. Sabía que en este lugar ya no le quedaba nada más por hacer. Solo salió a pasear como una autómata.

 Mientras andaba, perdida y ausente, las lágrimas fluían de sus ojos a borbotones. Sentía deseos de gritar, aunque no era capaz de hacerlo. El grito, no salía de su garganta porque un nudo le atenazaba. Nadie la miraba. No la miraban porque en las ciudades populosas e impersonales, nadie mira a nadie. La gente suele mirar los escaparates, o los luminosos, pero no a la otra gente. Ella, perdida y sin rumbo, caminaba. Sentía que el mundo y su vida le caían encima, de golpe, a saco, para terminar derribándole.

Era una tontería seguir allí, sin nada que esperar. Nunca había dejado de sentirse extranjera, en tierra ajena, fuera de los paisajes familiares que conservaba en su retina. Todos sus intentos de arraigo nunca fueron muy efectivos, más que por culpa ajena, por ella misma. Acostumbrada a ganarse la vida desde su niñez, vivió desde entonces como una adulta. Hizo de adulta y responsable cuando era necesario que otras personas le quitaran esa carga, que le allanaran el camino y la cuidaran, permitiéndole ejercer su derecho a ser niña. Se sentía internamente desarraigada. De sí misma, de su propio cuerpo, de los afectos, de aquel sitio.

 Nunca se sintió cuidada por alguien desde que muriera su madre. A partir de ahí le había tocado defenderse del tirano, que era  su padre, contando los días desde que tuvo uso de razón, para ser legalmente mayor de edad y salir corriendo de entre sus garras. Ese día se despidió con rabia, le dijo que jamás iba a perdonarle. Nunca iba a olvidar lo ocurrido, nunca jamás. Y tampoco pensaba volver. Entonces se fue. Sin mirar atrás, sin pena, sin la sensación de dejar un hogar, puesto que no sabía  lo que era un hogar, nunca lo había sabido.

Mientras se movía anónimamente entre la multitud, pensaba en la sensación de vacío que iba calando dentro. El sentimiento de no tener a donde ir, lo ocupaba todo. Ni siquiera un rincón propio en aquel destello fosforescente de neón. Ni un metro cuadrado propio. No tenía donde caerse muerta.
Ahora, tras lo ocurrido, se daba cuenta de que todo podía tornarse aún más negro de lo que pensaba. Tiró de su buena suerte mientras pudo. Pero precisamente hoy, su habitual buena estrella le daba la espalda. Por eso andaba sin rumbo. Con el sentimiento de pérdida y de no tener a donde ir.

 En su bolso, sus papeles. Era una extranjera con papeles. De bien poco le servían en este momento los papeles. Junto con los papeles, que le daban derecho de permanencia en aquella hostilidad luminosa con forma de ciudad, de habitáculo humano, estaban los otros, los que había tenido que firmar esa misma mañana. A pesar de haberlos firmado, no se lo terminaba de creer del todo. Esos odiados papeles que firmó aquella misma mañana, le servían a algunas personas de la ciudad para dormir más tranquilas. A ella, para no dormir en absoluto.

Había tenido que dejar en depósito incierto su más preciado tesoro: su hijo. Pensaba en él y le dolía. Era difícil de explicar a un niño de tres años que no tenía casa, ni comida, ni trabajo, ni familia, y que por tanto no era apta para ocuparse de él. De poco sirvió que le explicara a la señora de detrás del escritorio que el niño la necesitaba, que la dejara estar con él, que nunca habían dormido separados, que la leche tenía que estar tibia, y que después de la ducha le gustaba que le masajeara la espalda con crema, que tenía miedo a la oscuridad, y que había que llevarlo al baño justo  antes de dormir, porque quizá podía hacer pis en la cama y que por favor, no dejaran de darle a Pancho, su osito de peluche. El niño acariciaba la barriga de Pancho mientras se iba quedando dormido. Pero, esos lujos de atenciones, eran para la gente capaz de llevar una vida resuelta.


Un golpe de mala suerte, perder el trabajo y un desahucio, era algo que no estaba previsto. La señora que estaba detrás del escritorio dijo que era lo mejor y la única solución. Juntos no. No podían estar juntos . Uno en cada sitio, eso sí. Ella en una residencia de personas adultas, su hijo en un albergue de niños. Esa era la solución. Claro que no era la mejor solución, claro que no. Pero era la única salida posible. Seguro que el niño estaría bien. Sin duda estaría bien, dijo la señora fríamente.  Ella debía limitarse a firmar los papeles. Dejarle en en manos seguras que le darían comida y cama. No tenía por qué llorar, ahora no era el momento de llorar. Eso no solucionaba nada. Sin duda –insistía casi molesta- estaría en buenas manos, ya se lo había dicho. Eran personas cualificadas. Muchos otros niños permanecían en esas manos sin ningún problema. Cuando fuera capaz de solucionar su vida podría recuperarle. Claro, que en la calle no podían estar, no era apropiado. No, en absoluto removerían conciencias estando en la calle –dijo la señora en un alarde de complicidad- 

En realidad, la conciencia de la gente estaba inmunizada contra el dolor ajeno. Cuanto más resuelta tenían su vida los habitantes del neón –pensó ella en ese instante- más fingían ignorar que había gente pobre, sin lo mínimo y sin un sitio donde malvivir, o niños separados de una madre amorosa como ella que conocía todas sus miradas, sus gustos, sus deseos. La pobreza era sistemáticamente ignorada por las personas de vida organizada, que no tenían ningún interés en conocer estas historias, similares a la suya. 

Bastante tenían ellos con propio. Todo el mundo tenía problemas en la ciudad. Llegar a fin de mes tampoco era fácil para la gente de vida organizada. Pensar en las causas de la pobreza, eso era un esfuerzo innecesario, cada uno se buscaba la vida como podía. Ya era bastante solidaridad apadrinar a un niño del tercer mundo. Con eso, sus conciencias quedaban impolutas. El resto de su dinero, ganado con el sudor de sus frentes, lo gastaban donde querían gastarlo, como si lo tiraban a la basura. En realidad, para eso, para resolver la pobreza, estaban los políticos y todas esas ONGs. Las personas de vidas ordenadas no querían saber nada de quebraderos de cabeza. El estrés de la semana o pagar la hipoteca eran ya bastante agobio, como para buscarse problemas extras.

La gente del neón se iba a dormir tranquila aquella noche, y si es que no podían dormir, tomarían un somnífero. Ella no pensaba pegar un ojo. Ni pensar en dormir. No ya por la falta de sitio, sino por su angustia existencial, por la sensación de pérdida, por la pena. Ni pensar remotamente en dormir.

Algunos habitantes de la ciudad organizaban cenas. Cenas benéficas para recaudar fondos para la personas como ella y como su niño, que gracias a la responsabilidad de la gente estable que gobernaba altruistamente, podían dormir bajo techo y comer caliente. Tendría que dar las gracias a los políticos altruistas y a los organizadores de cenas por poder comer caliente y dormir bajo techo, en lugar de quejarse y llorar por separarse del niño. Esa queja y ese llanto no tenían sentido. 

Haberse quedado en su país - le dijo una vez el casero antes de desahuciarla- Todos los extranjeros creen que esto es jauja, y a vivir del cuento, a aprovecharse de los beneficios que permitían el pago religioso de impuestos de los ciudadanos de bien. A picar piedra los pondría él. Mucho cuento, y a la hora de trabajar, nada de nada –decía el casero indignado- al mismo tiempo que decía echar en falta al fallecido Caudillo. Por más que en tiempos del mentado difunto, a él mismo le había tocado salir fuera, sin conocer la lengua, sin entender nada, pasando frío y hambre para ahorrar cuatro perras y mandárselas a la familia. Pero él iba a trabajar como un burro y nadie le regaló nunca nada. No es el caso esta gente, que vive del cuento. Cualquier día nos echan a todos de aquí –auguraba pesimista el casero-.

Antes ella estaba en otro grupo. En el grupo de gente con la vida resuelta. No era una vida de opulencia, ni mucho menos. Pero pagaba el alquiler,  el supermercado,  tenía teléfono, y a veces, hasta podía comprarse ropa nueva en las tiendas de saldo. Eso, era mucho más de lo tenía en este momento. Lo peor de la sociedad de la opulencia –pensaba - es, que hay algo más grave que ser una persona  explotada, y es el hecho de no tener ni el derecho a tal explotación. El problema de trabajar por un mísero sueldo, no era nada, comparado con el hecho de no tener ni siquiera un trabajo. Ahora, lo que le quedaba era esperar la compasión de la gente que organizaba las cenas. O que la señora de detrás del escritorio se apiadara de ella.

 Nada de eso iba a solucionar su pesar, ni tampoco  arroparía al niño aquella noche cuando llorara sin explicarse qué es lo que pasaba. Esperar, -decían- Paciencia, hay que esperar un poco. Pero en su dolor no cabía la paciencia. De no ser por el niño, habría tomado todos los valium que le recetó el médico –la magia blanca contra la angustia en forma de valium- . Pero pensaba en él y no se atrevía a dormir en el ansiado sueño profundo que le indicaría que por fin se terminó su lucha.

Así que mientras andaba sin rumbo, tropezándose con los carteles luminosos sin querer,  pensaba que había llegado al límite. Nada más le quedaba por hacer. Deambular, hasta que amaneciera, mientras las luces se apagaban y todo parecía tornarse normal. Reprochándose una y otra vez su pobreza. Como si fuera culpable de su pobreza. Todos sus abrazos fueron incapaces de conservar al niño, que estaba ahora totalmente fuera de su control, en otras manos.

Sin salida, sin dinero, sin el niño, sin sueño, sin sueños. La ciudad de neón le usurpó sus sueños. Miraba, como espectadora, mientras leía en un luminoso:


Vive la moda. Depilación por láser. Siempre cerca de ti. Asegura tu futuro. Pensando en tu confort. ¿Qué has pensado para esta verano?.La chispa de la vida...




14.6.12

ESPERANDO AL CARTERO III


Mujer casada...



Tras aquel matrimonio rápido, hubo de enfrentarse de nuevo a bregar por la supervivencia, ahora al lado de aquel hombre, que pasó de ser un casi desconocido a dormir cada noche en su cama. No por eso se libró de los madrugones, ni del duro trabajo.

 Más de una vez pensó que en realidad tampoco era tanta la diferencia entre su nueva vida de casada, y su anterior vida de hija. De aquel sexo fugaz y nocturno, vivido desde la legalidad del matrimonio pero lleno de inexperiencia y recato, sucedió que ella sintió un día que al levantarse a la mañana tenía unas tremendas náuseas, que el olor a  café le provocaba el vómito, y que tenía una especie de mal cuerpo. Así fue como supo finalmente que estaba embarazada de su primera hija. Ahora, su destino de mujer casada era irretornable.

Así, la abuela daría a luz una niña, que venía a ser un mal menor, ya que lo que realmente daba prestigio era tener un varón. Las penurias y la hipoteca llevaron a su marido a planear un viaje a Argentina, donde decían que era fácil hacer fortuna. Él, más que en la fortuna pensó en una forma elegante de salir de aquella isla y explorar el mundo más allá de lo que su experiencia de agricultor le había permitido hasta entonces. Ella, casi no acertó a decirle que sus náuseas  habían vuelto. Tenía casi tres meses de embarazo. Su segunda hija, la madre de Ana, nunca llegó a ver el rostro de su padre.

Al principio llegaron unas cartas espaciadas que ella leía y releía – sabía leer, lo cual era mucho más, de lo que sabían hacer otras mujeres de entonces-  Llena de esperanza, se pasaba la vida esperando al cartero. Mientras tanto, sacar adelante la hipoteca fue su única obsesión. Trabajaba, de sol  a sol,  sin darse tregua. No quería perder aquella tierra, y el prometido dinero de Argentina, no llegaba.

El trabajo acabó con su vida. Una mañana amaneció lloviendo. No cesaba de llover, y ella pensaba desolada en las arvejas recogidas en la huerta que no habían podido llevarse a trillar. Preparó el burro y se fue con la esperanza de airearlas un poco y que no se pudrieran con la humedad. Pero la lluvia, una vez más, era imprevisible, y le cayó encima cuando no tenía donde guarecerse.

Llegó a la casa con mal cuerpo y aquel catarro degeneró en neumonía. Los nueve años siguientes le dieron para ver el mundo desde su cama, mientras sus pulmones cada vez estaban más enfermos. Se mantuvo en pie, es decir, con vida, sin ningún tipo de fármacos. Ese lujo no estaba a su alcance. Siguió esperando noticias de Argentina hasta el último instante. 
Finalmente murió, en medio de la pobreza más absoluta, dejando tras de sí una especie de leyenda de mujer abnegada que le sirvió para bien poco. Acababa de cumplir treinta y seis años y desde la cama había logrado enseñar a leer a sus hijas.

Probablemente la abuela Ana no murió de tuberculosis –aunque eso es lo que dice su partida de defunción- en realidad ella un buen día claudicó y murió de tristeza. 

Esto ocurriría cuando definitivamente volvió a recibir la negativa a su demanda de una carta de Argentina en la visita del cartero. Entonces, cerró los ojos y se dejó ir. Decidió no batallar más, rendirse, dormir en un sueño profundo... Aceptar al fin, que había estado la mitad de su vida enamorada de un hombre que realmente nunca la quiso.

No supo de buenos momentos, ni pudo disfrutar de la vida. En su caso se cumplió a pies juntillas eso de que esta vida viene a ser un valle de lágrimas y que el matrimonio a veces, es la cruz que algunas mujeres han de cargar hasta la muerte.

Ana pensaba que en realidad su existencia era mucho más cómoda y confortable que la de sus abuelas. Además no necesitaba ir demostrando decencia, con la presión del pueblo encima. Sin embargo, en otros aspectos ella se identificaba con la vida de sus antepasadas.

Cada vez que sentía de forma visceral el miedo al abandono, Ana estaba por pensar que esto formaba parte de un pasado ancestral, del que de alguna manera no lograba deshacerse. 

El cartero no llegó a para la abuela antes de su muerte, pero un buen día quiso el destino que Ana se tropezara con un mensajero improvisado, que punto por punto le contó cuanto había ocurrido en el otro lado del Atlántico. 

De esta forma pudo escuchar para comprender, perdonar, para perdonarse, sanar, para no sufrir, y dejar en manos del pasado de otros lo que venía ser su historia, la de ellos. Al hacerlo, un pesado fardo de dolor y lucha, se descolgó de su espalda. Miró hacia adelante, se sintió liberada. Les bendijo a ambos, por darle la vida, y decidió no volver jamás a ser una víctima. 


13.6.12

ESPERANDO AL CARTERO II



Ella... nació mujer. 




La abuela Ana, nació mujer, en una familia formada por cuatro hombres y seis chicas. Por este motivo, por haber nacido hembra, no se le preparó un viaje para buscar fortuna más allá de los límites de la isla de Lanzarote. La pobreza absoluta, agudizada por la sequía que año tras año venía a poner en peligro las cosechas, hacía que el destino de los jóvenes de la familia fuera “hacer la América” y el de las mujeres, mantenerse vírgenes hasta conseguir un marido, cumpliendo así su papel reproductor, gestando hijos e hijas capaces de trabajar la tierra, de dar continuidad a la estirpe.

          Sabía arar y sembrar la tierra, arrancar los cenizos, plantar las papas, las arvejas, separar la hierba buena de la mala, atender y ordeñar las cabras, tostar el millo, hacer el queso... pues no poder viajar hasta América, no significaba en ningún momento estar exenta de un trabajo que era imprescindible para sobrevivir.

         El día en que conoció al que poco más tarde sería su marido, ella creyó que había resuelto su mayor aspiración en la vida: ser la mujer de alguien. Aquel hombre maduro y guapo que le doblaba la edad, la enamoró perdidamente. Pasó por un noviazgo fugaz de visitas tras el postigo de la casa, con la puerta de por medio, una vez a la semana. El día que se casó, la abuela tenía diecisiete años y una semana. Ni por un momento pensó que él era un hombre despechado, al que la vergüenza de haber sido dejado por su novia de toda la vida, le había obligado a demostrar su hombría buscando inmediatamente una suplente para tal desagravio.

         -Mira por donde, sin el desplante de aquella novia y el despecho de mi abuelo –decía Ana a veces- yo nunca habría nacido. También tuve una vez diecisiete años y pasé por los treinta y seis. Hace mucho tiempo que me he convertido en una mujer madura que alberga un eterno corazón de adolescente y una parte de ingenuidad. Pero creo que de él, de mi abuelo,  no tengo mucho ¿o quizá sí?

Necesitaba redimir la memoria de la abuela, desde el momento en que conoció su verdadera historia, pues pensaba que ella estaba en algún lugar, intemporalmente, y debía saber que todo su esfuerzo no había sido en vano. Sentía correr por sus venas la sangre de aquella mujer valiente,  que pasó mucho tiempo luchando a brazo partido contra el fatalismo en el que poco a poco se fue convirtiendo su vida, para finalmente morir, puesto que lo único que durante mucho tiempo la mantuvo viva fue la esperanza de que su hombre volvería, a rescatarla de aquel abismo, a decirle que no la había olvidado, a abrazarla cálidamente, a ocuparse por un tiempo de todo, para que al fin ella pudiera descansar.

 Pero no fue así, el abuelo, no solo no volvió, sino que el día que por fin dio señales de vida, fue pera reclamar su parte de la herencia –tras la muerte de su mujer- de aquella tierra de veinte fanegadas que se pagó con sudor y sangre -la de la abuela Ana-  empeñada en levantar la hipoteca, aunque le fuera la vida en ello.



ESPERANDO AL CARTERO I




         Ana pensaba que parte de su rebeldía innata y de su fortaleza que tanto le valoraban quienes la conocían, se debía a la herencia de su abuela. 

Supo que su nombre le venía de aquella mujer a la que nunca conoció personalmente, y sobre la que indagó para saber más. Tuvo que recomponer la historia a base de datos que poco a poco le fue facilitando su madre. 

A medida que conoció la historia de su abuela, que en cierto modo venía a formar parte de la suya propia, ella fue identificándose y familiarizándose con la otra Ana, hasta el punto de que a menudo le hacía preguntas en voz baja, cuando quería que le ayudara a encontrar una respuesta a alguna duda existencial.

 Miraba su foto, vestida a la moda de los años veinte, esperando encontrar algún parecido físico con ella, y solo encontraba la cara serena de una mujer resignada. Posiblemente la abuela se hizo esa foto para enviarla a su marido emigrante, confiada en que al igual que haría ella, él la recordaría. 

Pero no fue así. Su marido se fue para no volver, dejándola con dos niñas muy pequeñas, una hipoteca por pagar, y sus propios brazos como único medio de supervivencia. En un pueblo pequeño y hostil,  donde la tónica general era que los hombres emigraban –contadas veces volvían- y las mujeres debían demostrar que eran decentes. El apoyo de la familia original, era más bien poco. Bien porque una vez alguien se casaba y se independizaba, se las arreglaba como buenamente podía, o bien porque la ley de la supervivencia de entonces, no incluía la solidaridad. 

Ellas –la mujeres- que tiraban adelante de la familia, debían además abordar en solitario el abandono solapado y perfectamente justificable de aquellos hombres, que con la idea de mejorar la situación económica de la familia, levantaban el vuelo al ver un mundo nuevo, y si te he visto no me acuerdo. 

Exceptuando a los que una vez viejos y cansados, pensaron que aquella islita en medio del océano era un lugar perfecto para ir a dar con sus huesos, con la absoluta certeza de que “ella” -la mujer que un día abandonó- estaría aún esperándole. Y efectivamente, su destino era  esperarle abnegadamente o pasar la vejez rodeada de nietos, si es que había llegado a tener descendencia.


11.6.12

VEINTE AÑOS





Veinte años. Habían pasado veinte años. Así, como quien no quiere la cosa, se habían desvanecido con premura. Ahora caía en la cuenta de que habían transcurrido veinte años, desde que dejara atrás toda aquella algarabía inconsciente, en la que andaba entonces. Media vida se había esfumado entre sus manos.

Ni bien le atisbó entre la gente, supo que el pasado salía a su encuentro a saldar una deuda pendiente. Le vio a lo lejos, con un vaso de bebida en la mano. Supo que era él, inmediatamente. Se acercó para abrazarle, tocarle, palparle. Comprobar que no era un espejismo, que era  de verdad. 

Caminó hacia él y, al hacerlo, entró de puntillas en el pasado. En el momento del pasado que habían compartido. Se vislumbró a sí misma con chalecos de colores y faldas largas. Una chica pasional e idealista, con una larga melena lacia que se deslizaba por su espalda. Adornada con colgantes multicolores, alguno con el símbolo de la paz. Sí a la paz y no la guerra, era su consigna. Una de las consignas que aún conservaba como una máxima en su vida.El resto de eslóganes, tan válidos entonces, le sonaron con el tiempo a estafa, panfletada barata, tras la que por poco se le había ido la vida en otro tiempo.

 Huyendo del dogmatismo de la religión, cayó en otros, quizá necesarios como tránsito en su vida de aquellos momentos, pero en los que ahora apenas creía. Se había vuelto escéptica con casi todas las verdades absolutas que en pasado creyera a pies juntillas. Absolutamente incrédula, sin que por ello dejara a un lado su innata rebeldía, la que habría de acompañarle el resto de su vida.

Recordó el poster del “Ché” encima de aquella cama, donde una vez en el pasado, habían retozado juntos. También afloró en su memoria el hecho de que él estaba incluso un poco retraído, ignorando ella entonces todo lo que más tarde vino él a aclararle: en realidad, se inauguraba en el amor entre sus brazos.

 Lo que había ocurrido en ese tiempo de deliciosa locura, donde nunca había prisa para nada, se conservaba intacto en su memoria mezclado con consignas pacifistas, asambleas  clandestinas y manifestaciones donde todo el mundo corría hacia delante -con los entonces grises, tocando los talones- para, a veces, terminar enarbolando alguna gloriosa herida de guerra.

Le vinieron encima y de golpe aquellos veinte años, todos juntos, cuando le divisó. Quiso decir mucho más de lo que dijo. Pensó en muchas palabras que no lograron salir de su boca. Terminó por entrar en un diálogo convencional, incapaz de resumir todo el tiempo transcurrido, las palabras no dichas, las ausencias inexplicables.

Se miraron a los ojos con ternura, como entonces. Como entonces, ella tomó la iniciativa. Igual que entonces, sobraron las palabras. Salieron de aquel bullicio, caminaron despacio, se fueron hasta su casa -la de ella- bastante más confortable de que lo fuera la de entonces. Se desnudaron sin prisas, a diferencia de lo que ocurriera entonces.  De forma pausada y con cariño, se acariciaron sin testigos. No dejaban nunca de pensar en el pasivo testigo, compañero de cuarto que hubo entonces, fingiendo con torpeza un sueño profundo en la cama de al lado. Veinte años habían dado para mucho en materia de aprendizaje amoroso. Se habían graduado en caricias y susurros.

En ese instante le quiso. Sin preguntas y sin dudas le quiso. Sabía que tenía una situación no resuelta con el pasado. Sin buscarle le encontró.  No era igual que entonces. Veinte años... media vida. Veinte años también tenían ambos entonces. Le quiso sin futuro y sin proyectos. Le quiso en ese instante y nada más. 

Después, pudieron hablar de entonces. Todas las palabras no dichas surgieron agolpadas. Así que ella supo a ciencia cierta que tras su ida de la ciudad, de la movida universitaria y de aquel piso que compartían, vino la hecatombe. Él le habló de la hecatombe. “Cuando tú te viniste abajo, yo me vine abajo contigo” -le dijo-. Así que una vez más y sin saberlo, ella había sido la fuerte del grupo. Muchas más veces en la vida fue la fuerte. Ese también era su sino.

         Durante toda la noche conversaron acerca del pasado y del presente. De los hijos, del trabajo, de los amigos que aún andaban por sus vidas.

Tras  un par de copas solidarias y de beber con ansiedad en la fuente de sus recuerdos, sin que explícitamente nadie dijera adiós, se dio por terminada la charla.

 Él se fue, esta vez alegre y optimista, con muchos más recursos que entonces para sobrevivir sin ella. Ella le acompaño a la parada de taxis, tomando su mano durante el trayecto. Le despidió con un beso en la mejilla. Al menos esta vez le decía adiós. Sabía que no era un adiós definitivo. Una parte de cada uno estaría, desde entonces y para siempre, en la historia inconclusa del otro.