16.1.13

El mortero






Acaricio mi  mortero blanco de mármol. Es grande y pesado, tiene el fondo quebrado de tanto que han machacado dentro de él. Lo tengo entre mis manos sorprendida de cuánta historia esconde. Lo recorro con mis dedos intentando que hable. Quiero que me diga todo lo que sabe. Lo que aún a mi me falta y solo él sabe. Vino en el barco, hizo una travesía en la bodega en aquel largo viaje, en el fondo del baúl. Fue adquirido allá, en la República Oriental de Uruguay donde servía para romper los terrones de azúcar. En Lanzarote, se le dieron varios usos, uno de ellos majar el millo duro para el caldo. Fue así como poco a poco se quebró.

 Recorro el viejo mortero con mis manos mientras mantengo los ojos cerrados. Es pesado y grande. Su blanco original se ha tornado grisáceo. Pero  no tanto como para ocultar la belleza que fue.

 Por el camino, en algún momento de su azarosa vida, perdió su mano hasta que  alguien, de forma práctica, la reemplazó por una peculiar piedra del volcán dura, llena de agujeros y afilada, pero muy resistente. Dejando claro así que es de dos partes, de dos trozos de materia diferentes, que pertenece a dos realidades.

 Como casi todos nosotros, como lo es nuestra historia: de dos partes.  Dividida, como Chacho, que llego desde  Argentina en el 76, en plena dictadura militar, cuando los desaparecidos ya rondaban lo veinte mil y retornó allí treinta años más tarde, dejando aquí un hijo que también es el mío. Para encontrarse con que ahora ya no era más de allí, ni de aquí, ni de ningún sitio al completo. Ahora es de de dos partes.

Por algún motivo aún me acompaña ese mortero, que cada día vislumbro en mi cocina. Me reta en silencio a que haga por él lo que solo yo puedo hacer: contar las dos partes de su historia que  ha sobrevivido a quien le compró, le transportó, le usó…

 Para la posteridad, siempre quedó en la casa familiar el viejo baúl que le portó. Pintado de color mostaza y negro. Hecho  de madera y latón,  exhibido sobre unos soportes de madera. En su interior me encerré  muchas veces cuando jugaba al escondite, o simplemente cuando quería que nadie me encontrara. Por entonces ignoraba su procedencia. El baúl de emigrantes formó siempre parte del paisaje de la casa.

El mortero blanco, roto y decadente que no es de un lado ni de otro. Nos recuerda lo que ha sido nuestra vida y  la de tanta gente. La historia de muchas valientes mujeres que hubieron de llorar, viajar, despedirse, esperar.  Una historia creada a bandazos de maletas y baúles, de noches en blanco, de abrazos vacíos, de cuerpos vivos y hermosos, marchitándose en solitario, languideciendo mientras la vida se les escapaba de las manos para salvar algo parecido a este mortero o a otros tantos. Para sucumbir finalmente, sin haber logrado encontrar las respuestas.

Por ello he iniciado esta búsqueda. Por las que me precedieron, por mí misma, que quiero saber para poder entender. Porque hay unas manos firmes que me empujan. Quieren que redima sus memorias. Me los susurran cada día. Hoy me han colocado delante del mortero, ayer fue una foto antigua… Otros dicen que nunca se fue la tía. Parece que vive siempre entre nosotros, que nos acompaña desde la otra vida. Pero es posible que ellas, todas ellas, sigan deambulando por aquí de alguna forma. Yo misma soy una de sus partes. Quizá por eso me han hecho este encargo.