23.6.13

Genocidio de almas




Nos han robado la dignidad, nos han expulsado de nuestras vidas, se han quedado con nuestras pertenencias y hasta han insistido en que nuestros hijos son de una casta diferente de la de los suyos, y les han puesto a comer lo que ellos no quieren, a pasar necesidades y privaciones. Hasta pretenden poner alambres en su futuro legislando en su contra una malvada ley que no es de educación ni mucho menos.

Se introducen cada noche en nuestra cama y nos roban el sueño, nos matan la tranquilidad, nos impiden mantener a flote la salud mental.

Un estado de crispación generalizada se percibe nada más salir a la calle. A la mínima recibimos bocinazos o gritos exaltados de quienes ya no pueden con tanta presión. Las amistades consolidadas no están libres de estos desencuentros cada vez más cotidianos.

Los niños repiten lo que ven y les da por girarse hacia el compañero y empujarle. No hay más que estar media hora en el patio de recreo para percibir que algo ha cambiado, todo se resuelve a puñetazos tirando por la borda tantos desvelos y cuidados. Hasta el juego termina siendo una pelea.

Esta sofisticada batalla sin tanques es la que pensé que no me tocaría vivir. Nunca entendí la necesidad de los mayores de guardar cosas y dinero para un posible futuro incierto. Ellos sabían lo que era la guerra y trataban de protegerse en todo momento. Solo que el enemigo esta vez nos salió por otro lado.

Aquella famosa bomba de neutrones, que tanto nos asustaba porque dejaba intactos los edificios y eliminaba todo lo que tuviera vida, debió ser una maniobra de distracción o bien un adelanto de lo que estaba por venir.

Quieren acabar con nuestra humanidad. Se termina recurriendo a la policía para resolver conflictos entre vecinos o entre niños, lo cual nos es más que un indicio de nuestra impotencia mediadora.

Nos reprochamos, una y otra vez, la pasividad que nos mantiene anclados e inmóviles, cuando pareciera que deberíamos salir en son de guerra a tirar abajo algunas trincheras, al tiempo que vivimos asustados a ver qué es lo siguiente que nos van a robar. 

El enemigo ha cambiado de estrategia y ya no le hace falta nuestra sangre ni la de nuestros hijos. Ahora está empeñando en robarnos nuestras almas, que es realmente lo que ellos no tienen. 

Mientras nos enfrentemos entre nosotros no hace falta nueva carne de cañón. La victoria está servida para el enemigo, insistiendo desde su muralla en que no nos debemos fiar unos de otros, llevándonos a pelear por las migajas, rompiendo toda posibilidad de encuentro y de alianzas, consolidando la idea de que somos seres individuales y que estamos solos ante el adversario que puede ser cualquiera.

Por tanto, no vale lo de siempre para parar esta guerra malévola. 

Ha llegado el momento de repartir abrazos gratis, de apelar a nuestra humanidad, de no claudicar tirándonos de una azotea o entrando en una profunda depresión. No sirve de nada enfadarnos con el que se salta el semáforo y no nos deja adelantar, frente a tanto atropellador de nuestra humana dignidad.

Es la hora de llevar la creatividad al poder, esa que nos quieren destrozar. 

Regalar abrazos y sonrisas es la única arma que nos salvará de la nueva Hiroshima que va directa a nuestras almas. Rescatar la humanidad que siempre nos acompaña ya que somos naturalmente buenos, cooperativos, solidarios, cercanos, amorosos, generosos y optimistas. Esa es nuestra verdadera naturaleza y la que nos permitirá hacerle frente a esta guerra que pretende aniquilar nuestra esencia.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte.


5.6.13

Manuel




Suponía que el día de hoy llegaría más tarde o más temprano. Sin embargo, no dejó de tomarle por sorpresa. Había estado trabajando en una propuesta para llevar a la asamblea. Eran casi las doce cuando se fue a la cama, en su cuarto de prestado, nunca mejor dicho. 

Arribó a esta casa dos meses atrás invitado por unos amigos. Entre todos pretendían arreglar las injusticias del mundo. La confortabilidad consistía en reciclar muebles y objetos que otros habían desechado o ya no necesitaban. 

Ya no era el edificio abandonado y casi derruido que rebosaba estiércol de paloma por todos lados. Antes de que ellos llegaran, las palomas vivían a sus anchas en todo el recinto de cuatro plantas. Ahora era un centro cívico que acogía a los sin techo.

La playa estaba cerca y allí podían practicar sus juegos, malabares y canciones, que era una forma de pasarlo bien y ganarse la vida al mismo tiempo.

Oyó gritos y sirenas. Primero se dijo que debía ser una mala pesadilla, pero el tipo que abrió bruscamente la puerta llevaba uniforme y un arma en la mano.

Al fondo oyó mas gritos, el niño de Candela llorando al tiempo que preguntaba a su mami que pasa, que pasa mami, pero que es lo que pasa. Cristales rotos, los polis dando voces, los vecinos en las ventanas… ahí supo que había llegado la hora.

Tenían que abandonar el edificio cuanto antes. La cara del sargento no dejaba lugar a dudas. De orden judicial mejor no hablar. A la puta calle, que no es tu casa, o si lo es saca los papeles. Eso decía el poli, y otros tantos, que no pensaban discutir, ellos eran unos mandados, cumplían órdenes y punto. Cierra la boca o te voy a tener que amonestar por desacato. Y dame la documentación que tenemos que levantar acta de todos los que andan por aquí. Los niños también por supuesto. El lisiado que se tome con calma el bajar la escalera, pero lo queremos en la calle ya mismo. Pueden recoger sus trastos, total no serán grandes cosas. Esta casa va a ser tapiada en media hora y si se viene abajo no es problemas de ustedes, así que van saliendo y no lo vuelvo a repetir.

Así fue como supo que no era un mal sueño, el día había llegado. Se dispuso a coger la cajita de las fotos, el saco de dormir y sus zapatillas de repuesto, casi tan desconchadas como las nuevas. En la mochila se aseguró de colocar a buen recaudo su herramienta de trabajo: las mazas para hacer malabares. Era muy bueno y habilidoso, unas cuantas horas en el semáforo le daban algo de dinerillo que luego cambiaba por comida. No necesitaba pedir limosna ni aceptarla, con dos buenos brazos para trabajar. Uno de los principios que todos compartían en la casa. 

La mala hora llegó de forma sorpresiva, por más que supiera que estaría al caer. Le pilló en bolas y en la cama. El calor sofocante y el cuerpo medio acalorado por el sol le habían dejado planchado encima de su colchón. Ahí entró Sam, angustiado por el tema de los papeles y la policía. No le iban a repatriar hasta Israel, eso seguro, pero el miedo a ir a ese lugar que llaman centro de extranjeros y que en realidad es una cárcel pura y dura, le aterrorizaba. Manuel le dijo que se escondiera en el baño y allí quedó por un rato. En la segunda ronda le pillaron. 

Consternado, como todos los habitantes de El Palomar, Manu sacó lo que pudo y le dio por increpar a los polis. Tomaron sus datos y le instaron a presentarse al día siguiente para prestar una declaración en regla. Abajo en la calle todos estaban aturdidos. Fue el último en salir emulando sin querer al capitán de un barco en altamar a punto de naufragar. De pronto sintió que le había faltado algo por hacer. Pero solo le dio por llorar de rabia abrazado a Charly, al tiempo que un reportero captaba la imagen. Por un instante le pasó por la cabeza el temor de que esa fotografía viajara y llegara a manos de su madre. No quería preocuparla, sobre todo porque él estaba en la vida que había elegido. 

Caminó hacia la playa quedándose con algunos por los alrededores de la casa. Verla a lo lejos sitiada le daba un poco de pena, algo de nostalgia y hasta la tristeza de saber que ésta era una de esas definitivas despedidas. Una más de tantas, pero en este preciso momento dolía intensamente.

Ni ganas de trabajar, ni siquiera hambre. Una especie de cansancio le vino de golpe y le derrumbó por todo el día.

En el momento en que la furgoneta de los polis se iba de relevo y pasaron a su lado salió su rabia cargada de dolor y les gritó increpándoles, les llamó colaboracionistas, le preguntó cómo iban a contar a sus hijos que ganaban su sueldo, volcó su rabia a sabiendas que ellos también eran almas presas en sus vidas y que su familia tampoco había elegido echarles a la calle aquella fatídica madrugada.

A Marcel le dio por arrojarles el trozo de pan que comía en ese instante. La imagen era al menos rocambolesca: arremeter a “panazos” contra una furgoneta blindada de la policía. Ahí fue cuando los tipos se pararon y le pidieron que les acompañara. Le condujeron entre dos sujetándole por los brazos. Mientras le tomaban los datos personales, una vez más, Manuel les pidió comprensión. Que le habéis echado de su casa y ahora está en la calle, por favor comprended que está dolido y enfadado. Y si es tu casa, dónde están las escrituras, a ver muéstralas y si lo haces te dejo en paz. 

En ese momento miró hacia el cielo y el suelo que pisaban y solo le dio por soltar un grito de rabia ¿Y el suelo que pisas es tuyo, y el aire que respiras es tuyo, y el mar en el que te bañas es tuyo, y la lluvia que caía esta mañana y te acariciaba era tuya?

Ahí los agentes dieron la batalla por perdida y se fueron a comer, que ya era hora, tras una mañana movidita que había empezado casi a las cinco. No es que tuvieran nada en contra de estas personas ni a favor, es que era su trabajo. A veces se les revolvía el estómago sobre todo cuando era gente pobre que perdía su casa pobre también y ellos tenían que ser el brazo ejecutor. Pero tanto tiempo viendo tantas cosas, al alma se había arrinconado en algún sitio y apenas clamaba muy de tarde en tarde.

Camino de la playa, Manuel se sintió un espectador de su propia película. Le costaba asimilar lo ocurrido, pensaba más en todos ellos que en él mismo, en el amigo indocumentado, en los niños que les esperaban cada tarde para jugar y hacer malabares, en los gatos abandonados, a los que una ordenanza municipal prohibía dar comida bajo pena de multa, en las mañanas en su habitación del Palomar desde las que escuchaba el sonido del mar.

Ahora tocaba mirar hacia adelante una vez más. Pensaba en el futuro sin miedo y con esperanza deseando tener mucha fortaleza para ser capaz de cambiarlo y mejorarlo. 

Este desalojo mañanero era un nuevo reto que afrontar. La solidaridad salía debajo de las piedras. Tenía muchos lugares a donde ir, los amigos se habían volcado en torno a él. Pero justo aquella noche quería dormir en su propio regazo, con las estrellas como techo y los sueños como almohada.



Fotografía: Kristhóval Tacoronte